Pequeños Monstruos
El largo aprendizaje de la maldad
CAPÍTULO 1: ¿Por qué matan los más pequeños?
La
sociedad se avergüenza del crimen cometido por un niño. No sólo los padres y
demás parientes, sino todos lo que le rodean, la totalidad de los naturales del
país en el que sucede. El crimen por mano de un niño pone de relieve los males
de la educación, del comportamiento de los adultos, de su falta de atención y
cuidado. Por eso suele inventarse con frecuencia lo del “hecho accidental”.
Raras veces se trata de un homicidio premeditado o de un claro asesinato. Las más
de las veces la muerte provocada por un niño suele maquillarse, como resultado
de algo imprevisible o inevitable. El homicida más joven del que se tiene
noticia no pertenece a un país perdido en el mapa, subdesarrollado y miserable.
El lugar donde se empieza a matar a más tierna edad es
la nación más poderosa de la tierra, el lugar de la superabundancia, el
triunfo de la técnica y los avances científicos: los Estados Unidos de América.
Allí se ha dado el caso de un pequeño de tres años que ha disparado contra
otro de dos, llamado Willis Hills, en Tampa, Florida, hiriéndole de gravedad en
la cabeza, por lo que fue ingresado en el hospital en estado crítico. Según
las explicaciones urgentes de los adultos, fue herido al dispararse
“accidentalmente el arma” con la que jugaba. Para las autoridades se trató
de “un trágico accidente”. Mucho mejor esto que reconocer que los instintos
dominadores del “pequeño matón” le hicieron disparar contra el que
consideraba su adversario. Cierto que a tan corta edad es difícil establecer qué
grado de percepción tiene un ser humano. Pero resulta evidente que dispone de
las facultades
para distinguir un arma de todo lo demás del entorno y es capaz de
apretar el gatillo. Un dato más: la única forma de que el proyectil se inserte
en la cabeza de otro es que el cañón le esté apuntado. Hay una posibilidad
entre millones de que todo sucediera por casualidad: el arma estaba en un lugar
inadecuado, cargada, el niño golpeó el gatillo sin querer, el cañón apuntaba
a la cabeza del otro... Porque hay una posibilidad más real de que el frustrado
homicida de tres años, por un impulso que sólo los expertos, si lo buscan,
podrán determinar, se hiciera con el arma sabedor de lo que era capaz de hacer
y apuntara con ella al amigo con el que jugaba. ¿No nos sorprenden los niños
pequeños con sus sonrisas y sus aciertos? ¿Por qué no pueden sorprendernos
con su agresividad o impulsos de dominación?
En
un mundo que no quiere reconocer el mal ejemplo que da a sus retoños decir que
los niños de tres años, según puede comprobarse, son capaces de elegir un
arma y disparar más allá de un simple juego, parece una herejía. No obstante
la realidad es tozuda porque precisamente se impone en una sociedad compleja,
presidida por los intereses económicos, la competitividad feroz y el afán de
dominio, y no en una tribu perdida, donde se dan
casos de homicidas casi lactantes, algo que debería hacernos reflexionar
sobre la pirámide de valores que se traduce en una mala influencia, en la que
crece el niño rodeado de estímulos negativos.
Sin
salir de los Estados Unidos, luz y ejemplo de tantas cosas, en abril de 1998,
en Greensboro, Carolina del Norte, un niño de cuatro años mató a otro
de seis durante la celebración del cumpleaños de este último. Se trataba de
uno de los amiguitos invitados a la fiesta que se hizo con una pistola del 38,
cargada y lista para disparar, y de un solo tiro atravesó el cuello de Carlos
G., que murió en el acto. Una testigo, de doce años, que asistió a la fiesta,
declaró que el
homicida acostumbraba a perseguir a sus amigos con pistolas de juguete
por lo que es posible que hiciera lo mismo con el muerto porque muchas pistolas
de juguete son parecidas a las de verdad. Por supuesto que hay una
responsabilidad criminal en quien dejó al alcance
un arma cargada, pero tan evidente como eso es que el niño fue capaz de
empuñarla, dirigirla al blanco y disparar acertando el tiro. No habría pasado
nada si hubiera apuntado
hacia otro lugar, pero lo hizo hacia la víctima que quería abatir. Es
posible que se tratara sólo de una fantasía, puesto que los niños de esa edad
no son capaces de distinguir la gravedad de sus actos. Sin embargo no es menos
cierto que su intención era eliminar a un adversario real o fingido, como también
lo es que en seguida los encargados de quitar hierro al drama recurrieron al
juego como explicación. Ya sabemos que los niños tan pequeños son
inimputables por ley pero, ¿son también incapaces de actuar con intención?
Está
bien que se cuestione la facilidad de acceso de los menores a las armas de fuego
en los Estados Unidos, pero no que se oculte la inclinación de los homicidas,
desde muy pequeños, a utilizar las pistolas contra los demás. La policía, tal
vez porque no es su trabajo, no se toma en serio la indagación de las
circunstancias de un disparo mortal como el que analizamos. Sencillamente dos
pequeños manipulaban una pistola cuando se disparó. Vistas así las cosas no
puede ser sino “un tiro accidental”, cosa que, como se ha dicho, rara vez se
produce. En una jornada de caza, uno de la partida puede manipular
incorrectamente el arma, o alguien de forma imprevista, cruzarse en el ángulo
de tiro. Pero también hay que recordar que muchas veces se disfraza un suicidio
con el socorrido asunto de que al estar limpiando el arma se disparó. Por
supuesto que quien limpia un arma antes se asegura de que está descargada, como
quien cambia una bombilla, quita los plomos. No es que el accidente no exista,
sino que la mentira es una moneda frecuente para comprar la conciencia.
Desde
luego los adultos son culpables del comportamiento delictivo de los niños, por
eso tratan de disfrazarlo o taparlo. Llegan incluso a tratar a los pequeños
como bestias irracionales: cualquier cosa con tal de no admitir que han
engendrado en ellos un impulso homicida. Como es sabido, no sólo los padres de
los pequeños homicidas, sino la sociedad en su conjunto, reaccionan de forma
hipócrita y falsa a la hora de analizar un crimen protagonizado por niños. Están
dispuestos a indagar la responsabilidad de quien dejó el arma al alcance de los
pequeños pero no la culpa
que disparó el arma: ¿quién dejó a su alcance la idea de matar? No
quieren saberlo. Es mejor que la cosa quede en un juego de niños.
Carlos
murió en la
casa de su abuela, que le estaba cuidando. La pobre señora se encontraba en la
cocina cuando se produjo el disparo en el primer piso. Mientras se sorprendía
al encontrarse con su nieto moribundo, el agresor bajó a la calle donde
lo encontró la policía inmerso en sus juegos
como si tal cosa. ¿Y por qué no? Hemos dicho que era un homicida, no
que hubiera dejado de ser un niño. Pese a su edad, fue capaz de imaginar que su
mundo estaría mejor si derribaba a su amiguito, contra el que a lo peor
guardaba algún tipo de rencor, envidia o amenaza. Lo que no cabe duda es que
con la pistola en la mano se sintió superior; es decir, como un adulto. Una
cosa es que la ley no deba procesarle ni castigarle y otra que la sociedad
ignore el hecho por el que un cachorro humano se transforma en
criminal. Prestar oídos sordos es una práctica a nivel planetario,
porque de esta forma se mantiene la hipocresía que disfraza los males de una
comunidad, que produce monstruos muy pocos después de haber sido destetados. El
biberón en una mano y la pistola en la otra. La imagen de una sociedad avanzada
que apenas presta atención a los niños, especialmente a los que crecen con
problemas, trastornos emocionales o disfunciones de la personalidad en
construcción.
El
autor de la muerte de Carlos perseguía a todos con una pistola de juguete,
seguramente porque era su forma de imponerse, una manera adquirida en un entorno
en el que las armas son frecuentes e incluso su manejo o utilización producen
un hábito que se hereda; esto es, que los bebés ya tienen una predisposición
a tirar del gatillo, presuntamente desarrollada del modo en que se aprenden
tantas cosas a base del hábito dominante. En Estados Unidos hay muchos lugares
en los que los niños, desde muy pequeños, usan armas con la asistencia y compañía
de un adulto, aunque está prohibido que las usen para cometer un delito, faltaría
más. Por eso es un hecho admitido y supuestamente normal que los padres lleven
los fines de semana a sus hijos a hacer prácticas de tiro. Esto explicaría la
habilidad de los niños con las armas, pero en ningún modo su intención de
matar.
Una
vez entrenados, podrían ejercitarse disparando a botes o farolas, pero
sospechosamente, los jóvenes homicidas dirigen el cañón al cuerpo de sus
enemigos. Incluso durante el juego, el arma no sirve para amenazar o disparar a
los que forman parte del grupo de apoyo, sino contra las huestes enemigas: el
odiado, el envidiado, el temido que deja de infundir temor en el punto de mira.
Suecia,
otro país desarrollado, puntero en la lucha por los derechos humanos y el
bienestar social, registra igualmente niños asesinos de muy corta edad. En
agosto de 1998, en Arvika, dos hermanos de cinco y siete años,
dieron muerte por estrangulamiento a Kevin, un pequeño de cuatro, hecho
que sólo se descubrió tras dos meses de ardua investigación. Es decir que los
asesinos no sólo cometieron el crimen, sino que trataron de ocultarlo, comportándose
como verdaderos delincuentes adultos.
Lo
curioso es lo que dijo el comisario Rolf Sandberg para explicar la muerte de
Kevin, puesto que recurrió al tópico mundialmente aceptado: “Fue
consecuencia de un juego”, dijo. Y añadió: “Se trataba de decidir quién
mandaba”. Más allá del topicazo para abúlicos, el policía pone el dedo en
la llaga: los niños mataron por algo que suele ser motivo de guerra, disputa y
asesinato sin cuento. O sea que mataron por lo que se suele matar. ¿Qué
diferencia hay, por tanto, además del escándalo de la edad temprana, entre un
asesino adulto y uno menor? Matan por las mismas cosas.
Los
niños se estaban acometiendo tratando de establecer la supremacía, como los
alemanes y los aliados en la Segunda Guerra Mundial, los rojos y los nacionales
en la guerra española, los caballeros que se enfrentaban en duelo, como ha
sucedido desde el principio de la humanidad, cuando la pelea dio con Kevin en
tierra, donde los hermanos homicidas aprovecharon para estrangularlo con la rama
de un árbol. En la indagación subsiguiente se descubrió que también le
pisaron la garganta. El comisario, hijo de una civilización de la que se siente
orgulloso, tras horrorizarse por la acción de los pequeños monstruos, dictaminó
que necesitaban atención psicológica
y reclamó la intervención de los asistentes sociales. Esas acciones
lavan la culpa de la cloaca social. No sólo los inimputables son los propios niños
delincuentes sino que la sociedad les exonera a la vez que se libra de su propia
culpa.
Pese
a ello, el comisario no actuó a la ligera y en su trabajo pudo recabar que había
signos suficientes para determinar que el niño de siete años “comprendía lo
que hacía”. Todavía más: “Incluso hay indicios de que el de cinco años
también sabía lo que hacía”. Con estas evidencias, que en el caso de
adultos los habría hecho reos de asesinato, el asunto de los niños no es tal
sino solo
“un juego que ha acabado mal”. Es decir que los niños, aunque sepan lo que
hacen, sólo matan
cuando juegan. O mejor, la muerte es sólo un juego para la infancia. Siguiendo
con su indudable asesinato, los hermanos suecos arrastraron el cuerpo del
adversario hasta dejarlo semioculto junto a un lago, donde también depositaron
la rama de árbol que fue arma del crimen. Eso complicaría mucho la investigación
que primero trató de capturar a un presunto obseso sexual, y luego, señaló a
hijos de inmigrantes, como posibles autores; todo antes de reconocer que el mal
crece en la avanzada sociedad sueca, entre retoños de ciudadanos llenos de
privilegios, de protección social, educación y calidad de vida.
Los
jóvenes mataron y ocultaron el cadáver: quizá jugaban a escapar del castigo,
que es algo a lo que también jugaba mucho Al Capone, que dicho sea de paso fue
un niño con problemas. Pequeño equivocado, que aprende a matar en sus juegos,
según la hipócrita sociedad del bienestar.
En
un ambiente menos opresivo por las maneras y el disimulo constante de las
democracias occidentales, un niño ruandés, de nueve años, confiesa ser el
autor de varios asesinatos de pequeños. Entre sus víctimas hubo varias a las
que torturó. En su caso está claro que la influencia llega del entorno, puesto
que los hechos tuvieron lugar durante el genocidio reciente de la guerra de
hutus y tutsis,
olvidado por los pueblos civilizados que se miran el ombligo. En 1994, se
produjeron unas ochocientas mil muertes. El padre del homicida fue a la cárcel
por haber participado directamente en la matanza. En noviembre de 1999,
en la prefectura de Cyangugu, el criminal de nueve años confesó el asesinato
de una niña de tres, a la que liquidó a pedradas y bastonazos. Luego arrojó
el cuerpo al retrete. Radio Ruanda informó de que el pequeño dijo haber
cortado el cuello de otra víctima, haber estrangulado a una tercera y haber
ahogado a otros. Tal y como lo explica, el pequeño ruandés coincide con la créme
de la créme del crimen: “Cuando los mataba, una fuerza en mi interior me
empujaba a hacerlo”.
Los
adultos que más han matado en la historia no se olvidan de echarle la culpa a
una fuerza que les nace de dentro. Es decir un impulso común a los homicidas de
cualquier edad. Como no podía ser menos, una vez reconocido el hecho,
autoridades, vecinos,
familiares directos y demás parientes, tratan de endosar el mochuelo a algún
evento ajeno a la educación, el buen ejemplo, el cuidado y la atención que los
niños precisan por el mero hecho de nacer. En este caso es preciso
dar por bueno que tienen una excusa: está traumatizado por lo que vivió
durante el genocidio.
Puede
decirse que en un desastre de esta magnitud hubo muchos niños con traumas que
no se convirtieron en asesinos. O más claramente, que sólo matan los que
desarrollan impulsos homicidas, cosa que sucede en cualquier sitio, a cualquier
edad.
Los
estudiosos del fenómeno de la violencia infantil sostienen que existe un fenómeno
en espiral que consistiría en que un niño, objeto de malos tratos, traslada
esto a otros niños a los que viola o mata, mientras se agrava su propio
trastorno. Veremos que hay ejemplos claros de este comportamiento, aunque no
explica en su totalidad el fenómeno del asesinato entre los más pequeños.
¿Qué
existencia llevan los pequeños antes de matar? ¿De quién aprenden la dureza
de corazón que lleva al asesinato? En noviembre de 1998, en Río de Janeiro,
Brasil, una niña de diez años reconoció haber dado muerte, por ahogamiento, a
un amigo de cuatro años, con el que se estaba peleando, como siempre en el
transcurso de un juego. Harta de su resistencia le empujó a un riachuelo donde
le mantuvo la cabeza bajo el agua hasta que expiró.
Llega
el momento de establecer algunas líneas generales: los criminales de corta edad
pueden ser tanto niños como niñas, aunque son más los varones que las
hembras, es decir como sucede entre los adultos. Se establecen diferencias entre
el simple homicidio, o muerte sin intención de matar, y el asesinato o crimen
intencionado. Sucede en distintos puntos del globo, con un hecho común: la
excusa de que se trata de un juego. Primera regla de oro: la muerte nunca es un
juego.
Un
delito muy complejo es el rapto
de un niño de tres años seguido de violación y muerte. Es el que se le
atribuye a un delincuente de sólo diez años en los Estados Unidos, en marzo de
2003. La víctima se llamaba Amir Beeks y era de raza negra. Fue encontrado en
un desagüe, en un pueblecito de Nueva Jersey. Las características generales
son muy parecidas a las que fueron detectadas en un famoso asesinato que tuvo
lugar en Inglaterra, donde dos niños de diez años dieron muerte a uno de dos,
James Bulger, en 1993. Eso prueba como el crimen se repite en distinta época y
país, sin que tenga que ser una copia o imitación, sino porque se reproducen
las condiciones objetivas en las que es posible.
La
tragedia de Amir Beeks sucedió en unos treinta minutos. Era el miércoles 27 de
marzo, por la tarde, cuando agresor y víctima se encontraron en la biblioteca
de Woodbridge, una localidad de menos de cien mil habitantes, situada a unos
cincuenta kilómetros del corazón de Nueva York. Amir Beeks estaba acompañado
por su hermana de cinco años y su madre adoptiva, que sintió la urgente
necesidad de ir al baño. Aunque ahora parezca poco acertado, la señora no tuvo
reparo en dejar el pequeño al cuidado de la hermanita, mientras atendía sus
necesidades. Sólo fue un segundo, como suele decirse, pero lo bastante
prolongado para que el agresor se las apañara para llevarse al chico sin
utilizar la violencia.
Les
vieron caminar
con normalidad sin que aparentemente sucediera nada, por lo que se supone que el
secuestrado iba ajeno a los propósitos del agresor. Era un chico blanco que
jugaba con su patinete, con enorme tranquilidad, mientras que su víctima le
seguía de buen
grado. Según un testigo, se dirigían al parque. Mientras, la madre y la
hermana buscaban al desaparecido con gran inquietud. Como si temieran que le
hubiera pasado algo malo. Por más vueltas que dieron, fueron incapaces de
encontrar su rastro. Horas después, alertada la policía, encontraron a Amir
Beeks tirado en el desagüe. Su cuerpo mostraba signos de haber sido apaleado
con ferocidad, valiéndose de un bate de béisbol. Estaba en coma, pero
ya no se recuperaría y habría de morir al día siguiente en la UVI del
hospital. La autopsia demostró que había sufrido violación y otros abusos
sexuales.
Los
policías, en seguida, encontraron la pista que les llevó al presunto
responsable. Era un niño que pasaba mucho tiempo en la calle. Muchas veces con
su bicicleta y siempre solo, sin amigos. Los vecinos tenían mala opinión de él,
señalándolo como conflictivo. Solía reaccionar con violencia cuando
simplemente se le prestaba atención. A veces maltrataba a otros pequeños: les
tiraba piedras o los asustaba. Solía insultar a los mayores. Pudo saberse que
vivía con su padre y que algunas vecinas desconfiaban de
él, por lo que lo denunciaron en repetidas ocasiones a los servicios
sociales. La madre había muerto
mucho antes. El padre es abogado e incluso se le reconocen valores como
haber trabajado en pro de los discapacitados, destacándose en defender las
normas que protegen a los ciegos, por ejemplo, a la hora de cruzar las calles,
con lazarillo o bastón, concediéndoles
siempre preferencia.
En
el momento del asesinato, el agresor, del que no se difundió el nombre, había
sido expulsado de la escuela, precisamente por haber agredido con una silla a su
maestra. Debido a que por tener menos de catorce años no puede ser juzgado como
adulto, fue conducido ante el tribunal de familia, donde le acusaron formalmente
de secuestro, asesinato en primer grado y asalto sexual. La pena por asesinato
se eleva a veinte años de prisión. Las conclusiones del fiscal no pueden ser más
frívolas: “Creo que es un caso espantoso”, declaró a los medios
informativos. Y añadió: “Todo se debió a una trágica coincidencia. La víctima
estaba en el peor sitio, en el peor momento”. Con esa visión del problema,
por parte de los hombres de la ley, no es extraño que el crimen infantil crezca
sin parar.
No
se puede explicar a la sociedad una visión vaga y descomprometida, como si los
hechos fueran resultado del azar. Un suceso terrible e inevitable sobre el que
tomaremos algunas decisiones, también inevitables, como enterrar
a la
víctima, encerrar al pequeño asesino y olvidarnos del caso.
La
primera cosa que debemos apreciar es que probablemente los hechos fueron
resultado de una maquinación. El niño fue raptado con limpieza y rapidez
porque el agresor estaba al acecho, en una ronda de merodeador a la busca de víctima.
Luego se lo llevó, bajo engaño, con la incitación del juego y la facilidad
para entablar relación que tienen los niños. Los hechos se precipitaron,
puesto que se supone que sólo transcurrió un corto espacio de tiempo entre el
momento del rapto y el de la violencia. Una vez a su disposición en un lugar
solitario, el criminal de diez años, abusó sexualmente de la víctima. Es
probable que repitiera una conducta que le había tocado padecer. Pero todo esto
no puede ocultar que estamos ante el comportamiento de un asesino, que más allá
de su corta edad, ha planificado fríamente un crimen, con un propósito sádico.
Basta con apuntar esta posibilidad con la intención de poner de relieve la
crudeza y realidad de lo que muchas veces se enmascara como el acto
irresponsable de un niño. No podemos afirmar que el pequeño agresor fuera
plenamente consciente de las consecuencias terribles de sus actos, pero sin
ninguna duda sabía que aquello estaba mal, producía dolor, entre otras cosas
porque él mismo lo había sufrido, y proporcionaba un placer insano, prohibido.
Por eso, tras golpear y violar a Amir Beeks, hasta dejarlo moribundo, huyó del
lugar tratando hasta donde le permitía su percepción de la realidad de escapar
del castigo. No es una conducta aislada puesto que es mundialmente conocido el
hecho similar que tuvo lugar en Liverpool,
como se explica en otro lugar de este libro.
Los
niños de diez años son capaces por tanto de sentir un impulso imparable que
les empuja al abuso de víctimas menores, por tanto indefensas y fáciles de
agredir, a las que apartan de los lugares habitados, para que queden por
completo a su merced. Trazan un plan perfectamente perfilado que consiste en
seguir a señoras con niño, esperar a que se distraigan y robarles al chico. En
los dos
casos, el niño raptado era varón
lo que también indica una tendencia
y se empleó la vejación y la tortura hasta la muerte. Es decir, sadismo
criminal.
Ante
la dimensión real del problema, debemos volver a la pequeña localidad de
Woodbridge, Nueva Jersey,
donde se difundió la foto de la joven y desprevenida madre adoptiva, una
mujer negra, que aparece muy abrigada, con cara de no tener nada que temer,
junto a la víctima con gorrito blanco y cazadora abrochada, sorprendido por la
cámara con un gesto bonachón. Un niño y su madre, indefensos, ante la incuria
de la sociedad que deja niños rebeldes y traumatizados en la calle, solitarios
y agresivos, incluso aunque las vecinas conocedoras del problema y mucho más
sensibles a la despiadada situación del niño y del peligro que representa,
hubieran denunciado el caso, reiteradamente, ante los servicios sociales, con la
sospecha de que el padre podría estar actuando de forma desconsiderada.
No
en este caso, pero en otros, ciertamente la agresión sexual de los progenitores
convierte además a los niños en bombas de relojería, que estallan provocando
dolor. El fiscal ha resumido la postura de la sociedad, que se ampara en la
fuerza de lo inevitable, para explicar los hechos como si no fueran con él: ha
pasado, y es una lástima; vamos a olvidarlo lo antes posible, porque con estos
recuerdos se hace imposible vivir. Un niño de diez años se ha convertido en un
asesino, ante la pasividad de las fuerza vivas, la incompetencia de los
servicios sociales, la alarma de los vecinos y la ligereza del funcionario.
Ahora sólo queda avergonzarse y ocultarlo. Es mejor que los niños delincuentes
no sean llamados asesinos porque eso hiere la sensibilidad. Lo principal es
revestir todo de un halo de hipocresía.
Lo
malo para los ciudadanos bienpensantes es que en esta ocasión el niño negro
era la víctima y todo sucedió en una zona residencial, de un barrio de clase
media. El chico blanco es hijo de un abogado, que le dejaba demasiado tiempo
abandonado y solo en la calle. Por otro lado, los vecinos sospechan que sometía
a su hijo a una presión poco adecuada. El chico blanco tuvo además la mala
suerte de que su madre era ciega y murió de cáncer, años antes, por lo que no
pudo ocuparse de su
educación. Ahora que ha matado, la sociedad sí tendrá tiempo, recursos
económicos y ganas de ocuparse del pequeño. Ha pasado a ser una grave
preocupación social. Un caso espantoso.
El
impulso sexual desenfrenado, que propende a la violación, es el causante de que
un niño de once años fuera condenado en
Dallas, Texas (EE UU), por violar salvajemente a una niña de tres años,
en abril de 1998. El castigo le obliga a pasar diez años en un centro
penitenciario para menores. A pesar de eso, tanto su familia como sus abogados,
se mostraron contentos porque la petición de las acusaciones era de cuarenta años,
en una prisión para adultos. ¿Pero cuales eran los hechos probados? El niño,
que permanece en el anonimato, es definido como un trastornado, con dificultades
para aprender y una marcada trayectoria de violento. El día 9 de abril, en
compañía de dos cómplices, de siete y ocho años, atacó a
la pequeña. Los tres le pegaron, le tiraron piedras y la violaron. Todo
se produjo en la afueras de Dallas, junto a una acequia, donde la abandonaron
ensangrentada.
El
relato de los imputados precisa que la pequeña estaba sola y los siguió de
forma voluntaria hasta el lugar donde la agredieron. El de siete años declaró
que el mayor abusó de la niña intentando penetrarla. Una vez que desistió de
esto, la golpeó con un zapato. La niña sería encontrada desnuda y
desorientada, por la zona en la que había tenido lugar el asalto. Los compañeros
del principal agresor no pueden ser juzgados en Texas, porque la ley no les
considera responsables de sus actos, al ser menores de diez años, sin embargo
la custodia ha sido asumida por las autoridades.
La
niña quedó muy afectada por lo ocurrido y se le aprecian diversas secuelas,
entre otras, ataques de histeria, según informa la madre. Ante el cariz que
tomaba la acusación, el abogado decidió pedir al jurado que no enviara a su
pequeño cliente a la cárcel para toda la vida. Aunque la sentencia no evitará
que al cumplir los dieciséis, se considere la posibilidad del traslado a una
prisión para adultos.
El
abogado, en tono lastimoso, puso de relieve que al niño le costaba trabajo
comprender su condena. No dijo nada sobre si comprendía lo que había hecho y
el daño causado.
Otro
niño de once años, del que sí se facilita el nombre, Nathaniel Abraham, de
raza negra, disparó con un rifle contra un joven de 18 años, Ronnie Greene,
también de color, a la puerta de un supermercado. Según habría de saberse a
lo largo de la indagación policial, el homicida realizó antes prácticas de
tiro, de manera que le bastó con un único disparo que le atravesó la cabeza.
Tras el crimen, huyó del lugar marchándose a ver televisión, sin que lo hecho
le procurasen mayor inquietud. Dos días más tarde lo confesó
todo a un amigo, diciéndole: “¿Recuerdas que te dije que tenía que
matar a alguien? Pues ya lo he hecho”. Puede decirse que es demasiado pequeño
para darse cuenta de la trascendencia de lo ocurrido, pero en absoluto que no se
tratara de la ejecución de un plan. Estamos hablando de un homicidio
premeditado. ¿Por qué quería Nathaniel matar a alguien más que ninguna otra
cosa? ¿Por
qué su sueño no era hacerse con
una bicicleta o una moto? ¿Por qué su intención era arrebatarle la
existencia al prójimo?
Gloria
Abraham, la madre, reconoce que es un niño de los llamados difíciles, al que
le daban frecuentes ataques de ira. Pertenece a una familia de clase baja, que
reside en las afueras de Detroit (EE UU). Una psicóloga informó al jurado
que se encuentra afectado por un bajo coeficiente intelectual y graves
carencias emocionales. Pese a esos datos, la fiscal estableció que
el homicidio había sido premeditado. “Nathaniel había decidido matar
a alguien
y eligió a su víctima, negro como él...” Aunque esto está claro como el día,
el abogado defensor destacó un “componente racista” en la acusación
y puso de relieve “la falta de intencionalidad del crimen”. Según su versión:
“El chico estaba disparando a unos árboles cercanos cuando ocurrió el
accidente”. Además en su opinión, carece de la capacidad mental para ser
responsable de sus actos. Frente a la defensa, está la concatenación de
hechos: primero que se ejercitara en el tiro, segundo que le bastara un único
disparo, tercero que escapara del lugar del crimen para evitar el castigo. Los
hechos que se le atribuyen a Nathaniel, coinciden con una campaña que exige
mayor castigo a los
jóvenes delincuentes: “Adult crime, adult time”, “Crimen de
adulto, condena de adulto”. De 1992 a 1999, cuarenta y cuatro estados de los
cincuenta de los EE.UU.,
aprobaron leyes que permiten juzgar como adultos a niños delincuentes, a
partir de los diez años.
El
jurado que se ocupó del caso de Nathaniel emitió un veredicto de culpable,
quedando en manos del juez la posibilidad de condenarle a cadena perpetua, si le
considera adulto a todos los efectos, o si le aplica la ley de menores, con cárcel
hasta los veintiún años, y posible libertad a partir de ese momento. El
gobernador de Michigan fue uno de los primeros en mostrarse de acuerdo con la
decisión: “Ese chico es suficientemente maduro para saber que no se puede
jugar con armas de fuego. Tenemos que ser implacables”.
Decisiones
como estas levantan críticas en muchos países contra la forma de tratar a los
menores en Estados Unidos, país al que acusan de tener el sistema judicial más
inhumano de los países civilizados. Amnistía Internacional
utilizó el rostro de
Nathaniel como denuncia en
su informe de 1998, condenando el trato a los niños en la justicia
norteamericana. Sin embargo nadie puede negarle a los Estados Unidos un amplio
conocimiento, en cuanto a delincuencia juvenil e infantil, con algunos de los
peores criminales de todos los tiempos entre los más jóvenes. Nathaniel fue señalado
como el niño más joven condenado por asesinato en aquel país. El juicio tuvo
lugar en 1999, cuando el imputado tenía trece años, y fue juzgado como un
adulto. Podría pasar el resto de su vida entre rejas.
A
los once años se espera de un pequeño que juegue al fútbol o al baloncesto,
que participe en travesuras o pertenezca a una pandilla, que bascule entre
ayudar a misa o tirar piedras a los cristales, pero en absoluto que madure una
idea que consiste en proporcionarse un arma, afinar la puntería y prepararse
para quitarle la vida a un ser humano. La fiscal insistió en el juicio en que
eligió una víctima por azar, pero es posible que esto no fuera así y que
disparara contra el chico negro, de dieciocho años, por un sólido motivo, como
la envidia o el resentimiento.
Nathaniel es un asesino consumado,
que mató cuando tenía once años, y casi ninguna sociedad sabe por qué sucede
algo tan horroroso, y mucho menos qué hacer para que esta clase de chico no
vuelva a matar, ni lo haga ningún otro de la misma edad..
Los
asuntos criminales se agolpan en distintos países y en edades parecidas. En
Bristol, al oeste de Inglaterra, en enero de 2000, un niño británico, de doce
años, fue puesto a disposición judicial acusado del asesinato de su hermanito,
de seis meses. El cuerpo del bebé fue hallado en Hartcliffe, un barrio pobre de
la ciudad, con múltiples heridas de arma blanca. Aunque fue
rápidamente atendido, nada se pudo hacer por él. Ingresado en el
hospital, se certificó su fallecimiento. El arma del crimen fue hallada muy
pronto. La policía
inició una investigación el mismo miércoles, 19 de enero, que dio como
resultado la detención del menor, que en Inglaterra tiene derecho al anonimato.
Le preguntaron si entendía los cargos presentados contra él y contestó que sí.
Vivía con su madre y otros cuatro hermanos, en la casa donde sucedieron los
hechos. En opinión de los vecinos, formaban una familia unida y normal.
El
inspector encargado del asunto dijo que se trataba de un caso muy trágico. El
muchacho fue enviado a un centro de acogida.
En
el Reino Unido, la responsabilidad penal está fijada en los diez años y el
asunto generó una intensa polémica sobre qué tipo de juicio aplicar a un
asunto como este de un bebé apuñalado, supuestamente, por su hermano, que en
ese momento tenía doce años.
Debido
al secretismo que genera la vergüenza social de los asesinos más jóvenes, las
circunstancias del crimen no fueron difundidas en un primer momento. Puede que
el chico apuñalara a su hermano porque lloraba sin parar, o porque le había
robado la atención de los padres y
hermanos, o por cualquier otro motivo. Lo que es innegable es que se
procuró un cuchillo y lo hundió en el cuerpo indefenso hasta quitarle la vida.
Mucho
más reciente es el caso de una niña, también de doce años, que ha confesado
haber asesinado a su hermana de nueve,
y en esta ocasión, con un motivo claro: para quitarle una hamburguesa.
Sucedió en Missouri, el Medio Oeste americano. La niña fue acusada formalmente
y propuesta para ser juzgada como un adulto. Algunos periódicos americanos
relatan lo sucedido, situando a las dos pequeñas en su casa, solas, el 22 de
diciembre de 2004. En un momento determinado, la mayor llamó por teléfono a la
madre para decirle que había descubierto el cuerpo de la pequeña en el
dormitorio y que parecía muerta. La inculpada dijo
que había estado viendo la televisión, mientras su hermana estaba en el
dormitorio y que no sabía lo que había pasado hasta que la encontró inerte.
Según su versión, la muerte se produjo a las nueve y cuarto de la noche,
cuando en ese país se considera que los niños deben estar durmiendo. Los
forenses determinaron que la niña había muerto estrangulada y no apreciaron
signos de que hubiera recibido abusos sexuales u otras marcas de violencia.
La
verdad no se descubrió inmediatamente, pues como suele ser habitual entre un
determinado tipo de pequeños, la niña de Missouri ocultó la autoría, aunque
no pudo dominar las consecuencias en su comportamiento. En seguida empezó a
tener alucinaciones y pesadillas y tuvo que ser atendida por un psicólogo.
Finalmente, fue ingresada en un centro psiquiátrico donde confesó que había
dado muerte a su hermana para evitar que se comiera la hamburguesa que ella quería
para sí. En las debidas condiciones psiquiátricas fue preparada para su
traslado a un centro de internamiento. En esta ocasión, la policía se abstuvo
de proporcionar detalles acerca de la familia y sus
condiciones de vida.
Como
siempre, el asesinato entre pequeños es un hecho que arranca los peores
calificativos y que descoloca a las autoridades: ¿Por qué ha pasado? ¿Cómo
no ha podido evitarse? Incluso, en ocasiones, llegan a pensar que lo mejor es
que puesto que no pudimos evitarlo, no hablemos más de ello.