Pequeños Monstruos

 El largo aprendizaje de la maldad

 

 

CAPÍTULO 1: ¿Por qué matan los más pequeños?

pequenos.jpg (73846 bytes)La sociedad se avergüenza del crimen cometido por un niño. No sólo los padres y demás parientes, sino todos lo que le rodean, la totalidad de los naturales del país en el que sucede. El crimen por mano de un niño pone de relieve los males de la educación, del comportamiento de los adultos, de su falta de atención y cuidado. Por eso suele inventarse con frecuencia lo del “hecho accidental”. Raras veces se trata de un homicidio premeditado o de un claro asesinato. Las más de las veces la muerte provocada por un niño suele maquillarse, como resultado de algo imprevisible o inevitable. El homicida más joven del que se tiene noticia no pertenece a un país perdido en el mapa, subdesarrollado y miserable. El lugar donde se empieza a matar a más tierna edad es  la nación más poderosa de la tierra, el lugar de la superabundancia, el triunfo de la técnica y los avances científicos: los Estados Unidos de América. Allí se ha dado el caso de un pequeño de tres años que ha disparado contra otro de dos, llamado Willis Hills, en Tampa, Florida, hiriéndole de gravedad en la cabeza, por lo que fue ingresado en el hospital en estado crítico. Según las explicaciones urgentes de los adultos, fue herido al dispararse “accidentalmente el arma” con la que jugaba. Para las autoridades se trató de “un trágico accidente”. Mucho mejor esto que reconocer que los instintos dominadores del “pequeño matón” le hicieron disparar contra el que consideraba su adversario. Cierto que a tan corta edad es difícil establecer qué grado de percepción tiene un ser humano. Pero resulta evidente que dispone de las facultades  para distinguir un arma de todo lo demás del entorno y es capaz de apretar el gatillo. Un dato más: la única forma de que el proyectil se inserte en la cabeza de otro es que el cañón le esté apuntado. Hay una posibilidad entre millones de que todo sucediera por casualidad: el arma estaba en un lugar inadecuado, cargada, el niño golpeó el gatillo sin querer, el cañón apuntaba a la cabeza del otro... Porque hay una posibilidad más real de que el frustrado homicida de tres años, por un impulso que sólo los expertos, si lo buscan, podrán determinar, se hiciera con el arma sabedor de lo que era capaz de hacer y apuntara con ella al amigo con el que jugaba. ¿No nos sorprenden los niños pequeños con sus sonrisas y sus aciertos? ¿Por qué no pueden sorprendernos con su agresividad o impulsos de dominación?

         En un mundo que no quiere reconocer el mal ejemplo que da a sus retoños decir que los niños de tres años, según puede comprobarse, son capaces de elegir un arma y disparar más allá de un simple juego, parece una herejía. No obstante la realidad es tozuda porque precisamente se impone en una sociedad compleja, presidida por los intereses económicos, la competitividad feroz y el afán de dominio, y no en una tribu perdida, donde se dan  casos de homicidas casi lactantes, algo que debería hacernos reflexionar sobre la pirámide de valores que se traduce en una mala influencia, en la que crece el niño rodeado de estímulos negativos.

   Sin salir de los Estados Unidos, luz y ejemplo de tantas cosas, en abril de 1998,  en Greensboro, Carolina del Norte, un niño de cuatro años mató a otro de seis durante la celebración del cumpleaños de este último. Se trataba de uno de los amiguitos invitados a la fiesta que se hizo con una pistola del 38, cargada y lista para disparar, y de un solo tiro atravesó el cuello de Carlos G., que murió en el acto. Una testigo, de doce años, que asistió a la fiesta, declaró que el  homicida acostumbraba a perseguir a sus amigos con pistolas de juguete por lo que es posible que hiciera lo mismo con el muerto porque muchas pistolas de juguete son parecidas a las de verdad. Por supuesto que hay una responsabilidad criminal en quien dejó al alcance  un arma cargada, pero tan evidente como eso es que el niño fue capaz de empuñarla, dirigirla al blanco y disparar acertando el tiro. No habría pasado nada si hubiera apuntado  hacia otro lugar, pero lo hizo hacia la víctima que quería abatir. Es posible que se tratara sólo de una fantasía, puesto que los niños de esa edad no son capaces de distinguir la gravedad de sus actos. Sin embargo no es menos cierto que su intención era eliminar a un adversario real o fingido, como también lo es que en seguida los encargados de quitar hierro al drama recurrieron al juego como explicación. Ya sabemos que los niños tan pequeños son inimputables por ley pero, ¿son también incapaces de actuar con intención?

   Está bien que se cuestione la facilidad de acceso de los menores a las armas de fuego en los Estados Unidos, pero no que se oculte la inclinación de los homicidas, desde muy pequeños, a utilizar las pistolas contra los demás. La policía, tal vez porque no es su trabajo, no se toma en serio la indagación de las circunstancias de un disparo mortal como el que analizamos. Sencillamente dos pequeños manipulaban una pistola cuando se disparó. Vistas así las cosas no puede ser sino “un tiro accidental”, cosa que, como se ha dicho, rara vez se produce. En una jornada de caza, uno de la partida puede manipular incorrectamente el arma, o alguien de forma imprevista, cruzarse en el ángulo de tiro. Pero también hay que recordar que muchas veces se disfraza un suicidio con el socorrido asunto de que al estar limpiando el arma se disparó. Por supuesto que quien limpia un arma antes se asegura de que está descargada, como quien cambia una bombilla, quita los plomos. No es que el accidente no exista, sino que la mentira es una moneda frecuente para comprar la conciencia.

    Desde luego los adultos son culpables del comportamiento delictivo de los niños, por eso tratan de disfrazarlo o taparlo. Llegan incluso a tratar a los pequeños como bestias irracionales: cualquier cosa con tal de no admitir que han engendrado en ellos un impulso homicida. Como es sabido, no sólo los padres de los pequeños homicidas, sino la sociedad en su conjunto, reaccionan de forma hipócrita y falsa a la hora de analizar un crimen protagonizado por niños. Están dispuestos a indagar la responsabilidad de quien dejó el arma al alcance de los pequeños pero no la culpa  que disparó el arma: ¿quién dejó a su alcance la idea de matar? No quieren saberlo. Es mejor que la cosa quede en un juego de niños.

   Carlos murió en  la casa de su abuela, que le estaba cuidando. La pobre señora se encontraba en la cocina cuando se produjo el disparo en el primer piso. Mientras se sorprendía al encontrarse con su nieto moribundo, el agresor bajó a la calle donde  lo encontró la policía inmerso en sus juegos  como si tal cosa. ¿Y por qué no? Hemos dicho que era un homicida, no que hubiera dejado de ser un niño. Pese a su edad, fue capaz de imaginar que su mundo estaría mejor si derribaba a su amiguito, contra el que a lo peor guardaba algún tipo de rencor, envidia o amenaza. Lo que no cabe duda es que con la pistola en la mano se sintió superior; es decir, como un adulto. Una cosa es que la ley no deba procesarle ni castigarle y otra que la sociedad ignore el hecho por el que un cachorro humano se transforma en  criminal. Prestar oídos sordos es una práctica a nivel planetario, porque de esta forma se mantiene la hipocresía que disfraza los males de una comunidad, que produce monstruos muy pocos después de haber sido destetados. El biberón en una mano y la pistola en la otra. La imagen de una sociedad avanzada que apenas presta atención a los niños, especialmente a los que crecen con problemas, trastornos emocionales o disfunciones de la personalidad en construcción.

   El autor de la muerte de Carlos perseguía a todos con una pistola de juguete, seguramente porque era su forma de imponerse, una manera adquirida en un entorno en el que las armas son frecuentes e incluso su manejo o utilización producen un hábito que se hereda; esto es, que los bebés ya tienen una predisposición a tirar del gatillo, presuntamente desarrollada del modo en que se aprenden tantas cosas a base del hábito dominante. En Estados Unidos hay muchos lugares en los que los niños, desde muy pequeños, usan armas con la asistencia y compañía de un adulto, aunque está prohibido que las usen para cometer un delito, faltaría más. Por eso es un hecho admitido y supuestamente normal que los padres lleven los fines de semana a sus hijos a hacer prácticas de tiro. Esto explicaría la habilidad de los niños con las armas, pero en ningún modo su intención de matar.

     Una vez entrenados, podrían ejercitarse disparando a botes o farolas, pero sospechosamente, los jóvenes homicidas dirigen el cañón al cuerpo de sus enemigos. Incluso durante el juego, el arma no sirve para amenazar o disparar a los que forman parte del grupo de apoyo, sino contra las huestes enemigas: el odiado, el envidiado, el temido que deja de infundir temor en el punto de mira.

   Suecia, otro país desarrollado, puntero en la lucha por los derechos humanos y el bienestar social, registra igualmente niños asesinos de muy corta edad. En agosto de 1998, en Arvika, dos hermanos de cinco y siete años,  dieron muerte por estrangulamiento a Kevin, un pequeño de cuatro, hecho que sólo se descubrió tras dos meses de ardua investigación. Es decir que los asesinos no sólo cometieron el crimen, sino que trataron de ocultarlo, comportándose como verdaderos delincuentes adultos.

   Lo curioso es lo que dijo el comisario Rolf Sandberg para explicar la muerte de Kevin, puesto que recurrió al tópico mundialmente aceptado: “Fue consecuencia de un juego”, dijo. Y añadió: “Se trataba de decidir quién mandaba”. Más allá del topicazo para abúlicos, el policía pone el dedo en la llaga: los niños mataron por algo que suele ser motivo de guerra, disputa y asesinato sin cuento. O sea que mataron por lo que se suele matar. ¿Qué diferencia hay, por tanto, además del escándalo de la edad temprana, entre un asesino adulto y uno menor? Matan por las mismas cosas.

   Los niños se estaban acometiendo tratando de establecer la supremacía, como los alemanes y los aliados en la Segunda Guerra Mundial, los rojos y los nacionales en la guerra española, los caballeros que se enfrentaban en duelo, como ha sucedido desde el principio de la humanidad, cuando la pelea dio con Kevin en tierra, donde los hermanos homicidas aprovecharon para estrangularlo con la rama de un árbol. En la indagación subsiguiente se descubrió que también le pisaron la garganta. El comisario, hijo de una civilización de la que se siente orgulloso, tras horrorizarse por la acción de los pequeños monstruos, dictaminó que necesitaban atención psicológica  y reclamó la intervención de los asistentes sociales. Esas acciones lavan la culpa de la cloaca social. No sólo los inimputables son los propios niños delincuentes sino que la sociedad les exonera a la vez que se libra de su propia culpa.

     Pese a ello, el comisario no actuó a la ligera y en su trabajo pudo recabar que había signos suficientes para determinar que el niño de siete años “comprendía lo que hacía”. Todavía más: “Incluso hay indicios de que el de cinco años también sabía lo que hacía”. Con estas evidencias, que en el caso de adultos los habría hecho reos de asesinato, el asunto de los niños no es tal sino  solo “un juego que ha acabado mal”. Es decir que los niños, aunque sepan lo que hacen, sólo  matan cuando juegan. O mejor, la muerte es sólo un juego para la infancia. Siguiendo con su indudable asesinato, los hermanos suecos arrastraron el cuerpo del adversario hasta dejarlo semioculto junto a un lago, donde también depositaron la rama de árbol que fue arma del crimen. Eso complicaría mucho la investigación que primero trató de capturar a un presunto obseso sexual, y luego, señaló a hijos de inmigrantes, como posibles autores; todo antes de reconocer que el mal crece en la avanzada sociedad sueca, entre retoños de ciudadanos llenos de privilegios, de protección social, educación y calidad de vida.

       Los jóvenes mataron y ocultaron el cadáver: quizá jugaban a escapar del castigo, que es algo a lo que también jugaba mucho Al Capone, que dicho sea de paso fue un niño con problemas. Pequeño equivocado, que aprende a matar en sus juegos, según la hipócrita sociedad del bienestar.

   En un ambiente menos opresivo por las maneras y el disimulo constante de las democracias occidentales, un niño ruandés, de nueve años, confiesa ser el autor de varios asesinatos de pequeños. Entre sus víctimas hubo varias a las que torturó. En su caso está claro que la influencia llega del entorno, puesto que los hechos tuvieron lugar durante el genocidio reciente de la guerra de hutus y tutsis,  olvidado por los pueblos civilizados que se miran el ombligo. En 1994, se produjeron unas ochocientas mil muertes. El padre del homicida fue a la cárcel  por haber participado directamente en la matanza. En noviembre de 1999, en la prefectura de Cyangugu, el criminal de nueve años confesó el asesinato de una niña de tres, a la que liquidó a pedradas y bastonazos. Luego arrojó el cuerpo al retrete. Radio Ruanda informó de que el pequeño dijo haber cortado el cuello de otra víctima, haber estrangulado a una tercera y haber ahogado a otros. Tal y como lo explica, el pequeño ruandés coincide con la créme de la créme del crimen: “Cuando los mataba, una fuerza en mi interior me empujaba a hacerlo”.

    Los adultos que más han matado en la historia no se olvidan de echarle la culpa a una fuerza que les nace de dentro. Es decir un impulso común a los homicidas de cualquier edad. Como no podía ser menos, una vez reconocido el hecho, autoridades,  vecinos, familiares directos y demás parientes, tratan de endosar el mochuelo a algún evento ajeno a la educación, el buen ejemplo, el cuidado y la atención que los niños precisan por el mero hecho de nacer. En este caso es preciso  dar por bueno que tienen una excusa: está traumatizado por lo que vivió durante el genocidio.

   Puede decirse que en un desastre de esta magnitud hubo muchos niños con traumas que no se convirtieron en asesinos. O más claramente, que sólo matan los que desarrollan impulsos homicidas, cosa que sucede en cualquier sitio, a cualquier edad.

       Los estudiosos del fenómeno de la violencia infantil sostienen que existe un fenómeno en espiral que consistiría en que un niño, objeto de malos tratos, traslada esto a otros niños a los que viola o mata, mientras se agrava su propio trastorno. Veremos que hay ejemplos claros de este comportamiento, aunque no explica en su totalidad el fenómeno del asesinato entre los más pequeños.

     ¿Qué existencia llevan los pequeños antes de matar? ¿De quién aprenden la dureza de corazón que lleva al asesinato? En noviembre de 1998, en Río de Janeiro, Brasil, una niña de diez años reconoció haber dado muerte, por ahogamiento, a un amigo de cuatro años, con el que se estaba peleando, como siempre en el transcurso de un juego. Harta de su resistencia le empujó a un riachuelo donde le mantuvo la cabeza bajo el agua hasta que expiró.

   Llega el momento de establecer algunas líneas generales: los criminales de corta edad pueden ser tanto niños como niñas, aunque son más los varones que las hembras, es decir como sucede entre los adultos. Se establecen diferencias entre el simple homicidio, o muerte sin intención de matar, y el asesinato o crimen intencionado. Sucede en distintos puntos del globo, con un hecho común: la excusa de que se trata de un juego. Primera regla de oro: la muerte nunca es un juego.

   Un delito muy complejo es el rapto  de un niño de tres años seguido de violación y muerte. Es el que se le atribuye a un delincuente de sólo diez años en los Estados Unidos, en marzo de 2003. La víctima se llamaba Amir Beeks y era de raza negra. Fue encontrado en un desagüe, en un pueblecito de Nueva Jersey. Las características generales son muy parecidas a las que fueron detectadas en un famoso asesinato que tuvo lugar en Inglaterra, donde dos niños de diez años dieron muerte a uno de dos, James Bulger, en 1993. Eso prueba como el crimen se repite en distinta época y país, sin que tenga que ser una copia o imitación, sino porque se reproducen las condiciones objetivas en las que es posible.

     La tragedia de Amir Beeks sucedió en unos treinta minutos. Era el miércoles 27 de marzo, por la tarde, cuando agresor y víctima se encontraron en la biblioteca de Woodbridge, una localidad de menos de cien mil habitantes, situada a unos cincuenta kilómetros del corazón de Nueva York. Amir Beeks estaba acompañado por su hermana de cinco años y su madre adoptiva, que sintió la urgente necesidad de ir al baño. Aunque ahora parezca poco acertado, la señora no tuvo reparo en dejar el pequeño al cuidado de la hermanita, mientras atendía sus necesidades. Sólo fue un segundo, como suele decirse, pero lo bastante prolongado para que el agresor se las apañara para llevarse al chico sin utilizar la violencia.

      Les vieron  caminar con normalidad sin que aparentemente sucediera nada, por lo que se supone que el secuestrado iba ajeno a los propósitos del agresor. Era un chico blanco que jugaba con su patinete, con enorme tranquilidad, mientras que su víctima le seguía de  buen grado. Según un testigo, se dirigían al parque. Mientras, la madre y la hermana buscaban al desaparecido con gran inquietud. Como si temieran que le hubiera pasado algo malo. Por más vueltas que dieron, fueron incapaces de encontrar su rastro. Horas después, alertada la policía, encontraron a Amir Beeks tirado en el desagüe. Su cuerpo mostraba signos de haber sido apaleado  con ferocidad, valiéndose de un bate de béisbol. Estaba en coma, pero ya no se recuperaría y habría de morir al día siguiente en la UVI del hospital. La autopsia demostró que había sufrido violación y otros abusos sexuales.

   Los policías, en seguida, encontraron la pista que les llevó al presunto responsable. Era un niño que pasaba mucho tiempo en la calle. Muchas veces con su bicicleta y siempre solo, sin amigos. Los vecinos tenían mala opinión de él, señalándolo como conflictivo. Solía reaccionar con violencia cuando simplemente se le prestaba atención. A veces maltrataba a otros pequeños: les tiraba piedras o los asustaba. Solía insultar a los mayores. Pudo saberse que vivía con su padre y que algunas vecinas desconfiaban de  él, por lo que lo denunciaron en repetidas ocasiones a los servicios sociales. La madre había muerto  mucho antes. El padre es abogado e incluso se le reconocen valores como haber trabajado en pro de los discapacitados, destacándose en defender las normas que protegen a los ciegos, por ejemplo, a la hora de cruzar las calles, con lazarillo o bastón, concediéndoles  siempre preferencia.

   En el momento del asesinato, el agresor, del que no se difundió el nombre, había sido expulsado de la escuela, precisamente por haber agredido con una silla a su maestra. Debido a que por tener menos de catorce años no puede ser juzgado como adulto, fue conducido ante el tribunal de familia, donde le acusaron formalmente de secuestro, asesinato en primer grado y asalto sexual. La pena por asesinato se eleva a veinte años de prisión. Las conclusiones del fiscal no pueden ser más frívolas: “Creo que es un caso espantoso”, declaró a los medios informativos. Y añadió: “Todo se debió a una trágica coincidencia. La víctima estaba en el peor sitio, en el peor momento”. Con esa visión del problema, por parte de los hombres de la ley, no es extraño que el crimen infantil crezca sin parar.

    No se puede explicar a la sociedad una visión vaga y descomprometida, como si los hechos fueran resultado del azar. Un suceso terrible e inevitable sobre el que tomaremos algunas decisiones, también inevitables, como enterrar  a  la víctima, encerrar al pequeño asesino y olvidarnos del caso.

   La primera cosa que debemos apreciar es que probablemente los hechos fueron resultado de una maquinación. El niño fue raptado con limpieza y rapidez porque el agresor estaba al acecho, en una ronda de merodeador a la busca de víctima. Luego se lo llevó, bajo engaño, con la incitación del juego y la facilidad para entablar relación que tienen los niños. Los hechos se precipitaron, puesto que se supone que sólo transcurrió un corto espacio de tiempo entre el momento del rapto y el de la violencia. Una vez a su disposición en un lugar solitario, el criminal de diez años, abusó sexualmente de la víctima. Es probable que repitiera una conducta que le había tocado padecer. Pero todo esto no puede ocultar que estamos ante el comportamiento de un asesino, que más allá de su corta edad, ha planificado fríamente un crimen, con un propósito sádico. Basta con apuntar esta posibilidad con la intención de poner de relieve la crudeza y realidad de lo que muchas veces se enmascara como el acto irresponsable de un niño. No podemos afirmar que el pequeño agresor fuera plenamente consciente de las consecuencias terribles de sus actos, pero sin ninguna duda sabía que aquello estaba mal, producía dolor, entre otras cosas porque él mismo lo había sufrido, y proporcionaba un placer insano, prohibido. Por eso, tras golpear y violar a Amir Beeks, hasta dejarlo moribundo, huyó del lugar tratando hasta donde le permitía su percepción de la realidad de escapar del castigo. No es una conducta aislada puesto que es mundialmente conocido el hecho similar que tuvo lugar en Liverpool,  como se explica en otro lugar de este libro.

      Los niños de diez años son capaces por tanto de sentir un impulso imparable que les empuja al abuso de víctimas menores, por tanto indefensas y fáciles de agredir, a las que apartan de los lugares habitados, para que queden por completo a su merced. Trazan un plan perfectamente perfilado que consiste en seguir a señoras con niño, esperar a que se distraigan y robarles al chico. En los  dos casos, el niño raptado era varón  lo que también indica una tendencia  y se empleó la vejación y la tortura hasta la muerte. Es decir, sadismo criminal.

   Ante la dimensión real del problema, debemos volver a la pequeña localidad de Woodbridge, Nueva Jersey,  donde se difundió la foto de la joven y desprevenida madre adoptiva, una mujer negra, que aparece muy abrigada, con cara de no tener nada que temer, junto a la víctima con gorrito blanco y cazadora abrochada, sorprendido por la cámara con un gesto bonachón. Un niño y su madre, indefensos, ante la incuria de la sociedad que deja niños rebeldes y traumatizados en la calle, solitarios y agresivos, incluso aunque las vecinas conocedoras del problema y mucho más sensibles a la despiadada situación del niño y del peligro que representa, hubieran denunciado el caso, reiteradamente, ante los servicios sociales, con la sospecha de que el padre podría estar actuando de forma desconsiderada.

   No en este caso, pero en otros, ciertamente la agresión sexual de los progenitores convierte además a los niños en bombas de relojería, que estallan provocando dolor. El fiscal ha resumido la postura de la sociedad, que se ampara en la fuerza de lo inevitable, para explicar los hechos como si no fueran con él: ha pasado, y es una lástima; vamos a olvidarlo lo antes posible, porque con estos recuerdos se hace imposible vivir. Un niño de diez años se ha convertido en un asesino, ante la pasividad de las fuerza vivas, la incompetencia de los servicios sociales, la alarma de los vecinos y la ligereza del funcionario. Ahora sólo queda avergonzarse y ocultarlo. Es mejor que los niños delincuentes no sean llamados asesinos porque eso hiere la sensibilidad. Lo principal es revestir todo de un halo de hipocresía.

       Lo malo para los ciudadanos bienpensantes es que en esta ocasión el niño negro era la víctima y todo sucedió en una zona residencial, de un barrio de clase media. El chico blanco es hijo de un abogado, que le dejaba demasiado tiempo abandonado y solo en la calle. Por otro lado, los vecinos sospechan que sometía a su hijo a una presión poco adecuada. El chico blanco tuvo además la mala suerte de que su madre era ciega y murió de cáncer, años antes, por lo que no pudo ocuparse de su  educación. Ahora que ha matado, la sociedad sí tendrá tiempo, recursos económicos y ganas de ocuparse del pequeño. Ha pasado a ser una grave preocupación social. Un caso espantoso.

     El impulso sexual desenfrenado, que propende a la violación, es el causante de que un niño de once años fuera condenado en  Dallas, Texas (EE UU), por violar salvajemente a una niña de tres años, en abril de 1998. El castigo le obliga a pasar diez años en un centro penitenciario para menores. A pesar de eso, tanto su familia como sus abogados, se mostraron contentos porque la petición de las acusaciones era de cuarenta años, en una prisión para adultos. ¿Pero cuales eran los hechos probados? El niño, que permanece en el anonimato, es definido como un trastornado, con dificultades para aprender y una marcada trayectoria de violento. El día 9 de abril, en compañía de dos cómplices, de siete y ocho años, atacó a  la pequeña. Los tres le pegaron, le tiraron piedras y la violaron. Todo se produjo en la afueras de Dallas, junto a una acequia, donde la abandonaron ensangrentada.

    El relato de los imputados precisa que la pequeña estaba sola y los siguió de forma voluntaria hasta el lugar donde la agredieron. El de siete años declaró que el mayor abusó de la niña intentando penetrarla. Una vez que desistió de esto, la golpeó con un zapato. La niña sería encontrada desnuda y desorientada, por la zona en la que había tenido lugar el asalto. Los compañeros del principal agresor no pueden ser juzgados en Texas, porque la ley no les considera responsables de sus actos, al ser menores de diez años, sin embargo la custodia ha sido asumida por las autoridades.

    La niña quedó muy afectada por lo ocurrido y se le aprecian diversas secuelas, entre otras, ataques de histeria, según informa la madre. Ante el cariz que tomaba la acusación, el abogado decidió pedir al jurado que no enviara a su pequeño cliente a la cárcel para toda la vida. Aunque la sentencia no evitará que al cumplir los dieciséis, se considere la posibilidad del traslado a una prisión para adultos.

    El abogado, en tono lastimoso, puso de relieve que al niño le costaba trabajo comprender su condena. No dijo nada sobre si comprendía lo que había hecho y el daño causado.

     Otro niño de once años, del que sí se facilita el nombre, Nathaniel Abraham, de raza negra, disparó con un rifle contra un joven de 18 años, Ronnie Greene, también de color, a la puerta de un supermercado. Según habría de saberse a lo largo de la indagación policial, el homicida realizó antes prácticas de tiro, de manera que le bastó con un único disparo que le atravesó la cabeza. Tras el crimen, huyó del lugar marchándose a ver televisión, sin que lo hecho le procurasen mayor inquietud. Dos días más tarde lo confesó  todo a un amigo, diciéndole: “¿Recuerdas que te dije que tenía que matar a alguien? Pues ya lo he hecho”. Puede decirse que es demasiado pequeño para darse cuenta de la trascendencia de lo ocurrido, pero en absoluto que no se tratara de la ejecución de un plan. Estamos hablando de un homicidio premeditado. ¿Por qué quería Nathaniel matar a alguien más que ninguna otra cosa?  ¿Por qué su sueño no era hacerse con  una bicicleta o una moto? ¿Por qué su intención era arrebatarle la existencia al prójimo?

   Gloria Abraham, la madre, reconoce que es un niño de los llamados difíciles, al que le daban frecuentes ataques de ira. Pertenece a una familia de clase baja, que reside en las afueras de Detroit (EE UU). Una psicóloga informó al jurado  que se encuentra afectado por un bajo coeficiente intelectual y graves carencias emocionales. Pese a esos datos, la fiscal estableció que  el homicidio había sido premeditado. “Nathaniel había decidido matar a  alguien y eligió a su víctima, negro como él...” Aunque esto está claro como el día,  el abogado defensor destacó un “componente racista” en la acusación y puso de relieve “la falta de intencionalidad del crimen”. Según su versión: “El chico estaba disparando a unos árboles cercanos cuando ocurrió el accidente”. Además en su opinión, carece de la capacidad mental para ser responsable de sus actos. Frente a la defensa, está la concatenación de hechos: primero que se ejercitara en el tiro, segundo que le bastara un único disparo, tercero que escapara del lugar del crimen para evitar el castigo. Los hechos que se le atribuyen a Nathaniel, coinciden con una campaña que exige mayor castigo a los  jóvenes delincuentes: “Adult crime, adult time”, “Crimen de adulto, condena de adulto”. De 1992 a 1999, cuarenta y cuatro estados de los cincuenta de los EE.UU.,  aprobaron leyes que permiten juzgar como adultos a niños delincuentes, a partir de los diez años.

   El jurado que se ocupó del caso de Nathaniel emitió un veredicto de culpable, quedando en manos del juez la posibilidad de condenarle a cadena perpetua, si le considera adulto a todos los efectos, o si le aplica la ley de menores, con cárcel hasta los veintiún años, y posible libertad a partir de ese momento. El gobernador de Michigan fue uno de los primeros en mostrarse de acuerdo con la decisión: “Ese chico es suficientemente maduro para saber que no se puede jugar con armas de fuego. Tenemos que ser implacables”.

    Decisiones como estas levantan críticas en muchos países contra la forma de tratar a los menores en Estados Unidos, país al que acusan de tener el sistema judicial más inhumano de los países civilizados. Amnistía Internacional  utilizó el rostro de  Nathaniel como denuncia en  su informe de 1998, condenando el trato a los niños en la justicia norteamericana. Sin embargo nadie puede negarle a los Estados Unidos un amplio conocimiento, en cuanto a delincuencia juvenil e infantil, con algunos de los peores criminales de todos los tiempos entre los más jóvenes. Nathaniel fue señalado como el niño más joven condenado por asesinato en aquel país. El juicio tuvo lugar en 1999, cuando el imputado tenía trece años, y fue juzgado como un adulto. Podría pasar el resto de su vida entre rejas.

   A los once años se espera de un pequeño que juegue al fútbol o al baloncesto, que participe en travesuras o pertenezca a una pandilla, que bascule entre ayudar a misa o tirar piedras a los cristales, pero en absoluto que madure una idea que consiste en proporcionarse un arma, afinar la puntería y prepararse para quitarle la vida a un ser humano. La fiscal insistió en el juicio en que eligió una víctima por azar, pero es posible que esto no fuera así y que disparara contra el chico negro, de dieciocho años, por un sólido motivo, como la envidia o el resentimiento.     

   Nathaniel es un asesino consumado, que mató cuando tenía once años, y casi ninguna sociedad sabe por qué sucede algo tan horroroso, y mucho menos qué hacer para que esta clase de chico no vuelva a matar, ni lo haga ningún otro de la misma edad..

   Los asuntos criminales se agolpan en distintos países y en edades parecidas. En Bristol, al oeste de Inglaterra, en enero de 2000, un niño británico, de doce años, fue puesto a disposición judicial acusado del asesinato de su hermanito, de seis meses. El cuerpo del bebé fue hallado en Hartcliffe, un barrio pobre de la ciudad, con múltiples heridas de arma blanca. Aunque fue  rápidamente atendido, nada se pudo hacer por él. Ingresado en el hospital, se certificó su fallecimiento. El arma del crimen fue hallada muy pronto. La policía  inició una investigación el mismo miércoles, 19 de enero, que dio como resultado la detención del menor, que en Inglaterra tiene derecho al anonimato. Le preguntaron si entendía los cargos presentados contra él y contestó que sí. Vivía con su madre y otros cuatro hermanos, en la casa donde sucedieron los hechos. En opinión de los vecinos, formaban una familia unida y normal.

    El inspector encargado del asunto dijo que se trataba de un caso muy trágico. El muchacho fue enviado a un centro de acogida.

   En el Reino Unido, la responsabilidad penal está fijada en los diez años y el asunto generó una intensa polémica sobre qué tipo de juicio aplicar a un asunto como este de un bebé apuñalado, supuestamente, por su hermano, que en ese momento tenía doce años.

   Debido al secretismo que genera la vergüenza social de los asesinos más jóvenes, las circunstancias del crimen no fueron difundidas en un primer momento. Puede que el chico apuñalara a su hermano porque lloraba sin parar, o porque le había robado la atención de los padres y  hermanos, o por cualquier otro motivo. Lo que es innegable es que se procuró un cuchillo y lo hundió en el cuerpo indefenso hasta quitarle la vida.

    Mucho más reciente es el caso de una niña, también de doce años, que ha confesado haber asesinado a su hermana de nueve,  y en esta ocasión, con un motivo claro: para quitarle una hamburguesa. Sucedió en Missouri, el Medio Oeste americano. La niña fue acusada formalmente y propuesta para ser juzgada como un adulto. Algunos periódicos americanos relatan lo sucedido, situando a las dos pequeñas en su casa, solas, el 22 de diciembre de 2004. En un momento determinado, la mayor llamó por teléfono a la madre para decirle que había descubierto el cuerpo de la pequeña en el dormitorio y que parecía muerta. La inculpada dijo  que había estado viendo la televisión, mientras su hermana estaba en el dormitorio y que no sabía lo que había pasado hasta que la encontró inerte. Según su versión, la muerte se produjo a las nueve y cuarto de la noche, cuando en ese país se considera que los niños deben estar durmiendo. Los forenses determinaron que la niña había muerto estrangulada y no apreciaron signos de que hubiera recibido abusos sexuales u otras marcas de violencia.

     La verdad no se descubrió inmediatamente, pues como suele ser habitual entre un determinado tipo de pequeños, la niña de Missouri ocultó la autoría, aunque no pudo dominar las consecuencias en su comportamiento. En seguida empezó a tener alucinaciones y pesadillas y tuvo que ser atendida por un psicólogo. Finalmente, fue ingresada en un centro psiquiátrico donde confesó que había dado muerte a su hermana para evitar que se comiera la hamburguesa que ella quería para sí. En las debidas condiciones psiquiátricas fue preparada para su traslado a un centro de internamiento. En esta ocasión, la policía se abstuvo de proporcionar detalles acerca de la familia y sus  condiciones de vida.

    Como siempre, el asesinato entre pequeños es un hecho que arranca los peores calificativos y que descoloca a las autoridades: ¿Por qué ha pasado? ¿Cómo no ha podido evitarse? Incluso, en ocasiones, llegan a pensar que lo mejor es que puesto que no pudimos evitarlo, no hablemos más de ello.

 

 

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