Violador, un poder infame sobre las mujeres

 

 

 

Capítulo 1: Miedo

 

El monstruo estaba en la calle. Lo había dicho la televisión. Ignoraba que el monstruo era él, aunque cuando salía en pantalla su retrato-robot cambiaba de canal o apagaba el aparato. Para que no lo viera su esposa. Vivía en una urbanización de Fuenlabrada, Madrid,  con su mujer y su hija. Tenía un trabajo estable, instalador de gas. Era un mocetón alto y fuerte, con la nariz y las orejas ligeramente grandes, que de pequeño debieron sobresalir demasiado, pero que ahora, a los 29 años, se integraban en un rostro viril, rematado por una frente ancha y un pelo fuerte. Las cejas, ligeramente arqueadas, le daban una expresión de intriga como de interés por todo. La boca era de labios carnosos, debajo del pretil de la nariz, rotunda y bien plantada, definiendo la cara como el mascarón de proa de un barco. Cuello fuerte, hombros ágiles, cintura y talle, tipo atlético. Un joven que podrían rifárselo en las discotecas. Alguien que hubiera triunfado en las reuniones sociales si se hubiera decidido a hablar, a ser expansivo y buen conversador, tanto como vecino atento y marido cumplidor. Pero Arlindo Luis Carballo Cordero, nacido en San Julián (Portugal), el 8 de febrero de 1965, en el seno de una familia humilde, españolizado más tarde, tiene una dependencia oculta que le separa del resto de los mortales.

Arlindo es un buen marido hasta la hora del desayuno, y desde el momento en que llega casa, cuando saluda a la pequeña, besa a su esposa, mira la televisión en el salón o atiende a los vecinos que le piden, por favor, que con esas manos privilegiadas, les haga el favor de arreglarles el calefactor o la persiana, que se abre, o la cocina francesa, que no tira. Arlindo es un magnifico trabajador de la empresa instaladora de gas de Marcelo Usera, desde que entra hasta que sale, a las diecisiete horas, cuando según lo tenga, deba ir a buscar a su mujer, sobre las veintitrés, o aproveche la salida del trabajo o si es fin de semana, en cuyo caso, cambia el horario. Porque Arlindo Luis Carballo, el mayor agresor sexual de  España de todos los tiempos es el único violador que actúa a horas fijas, con un horario regular. Le basta con una hora u hora y media. Y según le venga, porque a veces se siente generoso y no concluye el acto. Otras, sí. Golpea, humilla, les hace que se desnuden y las ultraja.

    Normalmente elige jóvenes de entre 18 y 22 años, aunque si lo que el azar ofrece es atractivo puede con cualquier edad. Pero el perfil  también es importante. No apuesta por cualquiera. Hoy, por ejemplo, ha terminado la jornada laboral y se ha trasladado a la zona de Pirámides, un barrio que le es muy conocido, no en vano acabarán por llamarle “el Violador de Pirámides”. Ni en la Glorieta, ni en las bocas del Metro tiene suerte, así es que se desplaza hacia Méndez Alvaro. Siente una presión fuerte en la cabeza. El corazón quiere salirse del pecho. Se sabe próximo a su presa y eso le produce una gran excitación.

    Siente un fluido sexual que le recorre el cuerpo pero que empieza en algún lugar del cerebro, tal vez en la memoria. El pecho de una compañera de instituto brincando sobre un escote juvenil, la braga fugitiva del revuelo de una falda, la profundidad de la risa de una virgen sofocada. Esas imágenes juveniles de niñas en juegos obscenos cuando creen que nadie las mira. O tal vez la visión tortuosa y furtiva de un cuerpo desnudo en la ducha. Arlindo, decididamente, se encuentra en el tiempo del arrebato y siente como el pecho se dilata, los pulmones admiten más aire y la zona sexual se revoluciona. Sólo pensar en ello le pone caliente. Arlindo nunca ha tenido una mujer como amiga, ni ha aprendido de nadie a respetar a la compañera, amante, novia o vecina. Arlindo fue educado en la dureza de una choza en el campo, donde las hembras tienen asumido el papel que les asigna la naturaleza. Su infancia pertenece al mundo animal y no más allá entiende el papel animal de la mujer. Sin embargo el universo evoluciona al margen de su cerebro, las mujeres son individuos de una sociedad que disfruta de derechos, entre otros el derecho al propio cuerpo, a disponer de la sexualidad, a decidir sus relaciones sexuales, en un proceso complejo en el que entran el conocimiento, los olores y las razones. Arlindo no repara en nada de eso. Se casó con la primera que le hizo caso sin tener en cuenta el disfrute sexual, porque él ya había decidido que eso se solucionaba por otra vía. Una vía clandestina. En casa, Arlindo mantenía encuentros sexuales de escasa calidad, rápidos, nada espontáneos, espartanos, faltos de caricia y tacaños de tiempo. Justo para cumplir, porque la esposa era una especie de madre acogedora, de espíritu protector, necesariamente despojado de lascivia. Como los españoles viejos, aunque por razones diferentes, la tenía en un altar. Era la única que le había hecho caso, la única que le respetaba y le aceptó como era. Lo que conocía de él. Sin intervenir en su mundo secreto. De manera que él la tenía en el altar, la adoraba, y de vez en cuando, lo necesario para ser considerado normal, lo justo y preciso para dejarla embarazada, que nadie pudiera levantar la cortina de humo, Arlindo bajaba a su mujer del altar, hacía el amor con ella y la devolvía a su lugar de adoración, insatisfecho y mareado. Necesitado de alivio para su inagotable voluptuosidad. A veces se masturbaba mucho rato frente al televisor, antes de “practicar el descendimiento de la santa” porque siempre estaba necesitado de estímulo o goce sexual, los ojos en todos los senos, escotes, culos, pompis, piernas abiertas de cualquiera haciendo fotos, en la intimidad o la televisión. Hombre inteligente no dejaba que afloraran sus impulsos en público, ni durante el trabajo. Si empezaba el cosquilleo, el ahogo, la presión, los desviaba. Incluso, si fuera necesario, con una masturbación de urgencia en una esquina, en el retrete de la empresa, dentro del coche parado en un lugar solitario.

  El 26 de agosto de 1994 hacía calor en Madrid. Se acercó a la  estación  de Méndez Álvaro sobre las 16,30, en esta ocasión, cuando las salidas de los viajeros van espaciadas, observando, hasta que la vio. Estaba allí, alegre y confiada. Una de las que le gustan. Fresca y oliendo a perfume. Joven y bien vestida. Una mujer de esta civilización que se esfuerza por la igualdad, desprevenida, entregada a la pretendida seguridad urbana. ¿qué le puede pasar a uno a media tarde a la salida de la estación de Cercanías de Méndez Álvaro?, cualquiera que lo visite morirá de aburrimiento. Salvo que se sea mujer, del perfil que gusta al que acecha, y que allí, allí mismo, mirándola con descaro esté el “violador del tren” o de “Pirámides”, el hombre que han dicho por la tele que es muy peligroso, que se acerca por detrás a las mujeres y les advierte: “Sigue caminando. No te vuelvas. No me mires. No quiero que veas mi cara. Si me miras, te mato”.  Es esa sensación difusa de “¿oiga, es a mí?”, que  la mujer siente al tiempo que la punta afilada de unas tijeras que se abren un poco al caminar deprisa y pinchan en dos lados, como alfileres. La fuerza del hombre marca las puntas en la carne por encima de la ropa, liviana de agosto. Ella está tan sorprendida que no puede evitar mirarle de refilón, la barba fuerte, los rasgos marcados, mirada de susto, que le vale un empujón, la punta de las tijeras otra vez juntas, hollando en el costado derecho, la voz susurrante de él, “Date prisa, no me mires”. Salen del Metro y comienza a andar emparejados. El susurro del agresor da otra orden. La sujeta violentamente del cabello y le dice: “Cógeme por la cintura, como si fuéramos novios”. Extraña sensación de ella, junto al agresor de anchos hombros, que le saca toda la cabeza. No ha podido reaccionar. Piensa que un grito podría librarla de aquel hombre que la amenaza, pero también que si lo asusta, le hundirá las tijeras como un cuchillo en la espalda. El agresor se da cuenta de las cavilaciones de la víctima y le habla para tranquilizarla. Es un hombre frío. “Sólo quiero tu dinero. Vamos donde me lo puedas dar”. Ella respira por primeras vez a pleno pulmón. Le conviene creerse lo que le ha dicho aunque duda, porque siente la agitación de él, cómo repara en su ropa que se pega al cuerpo, al pecho, que deja descubiertas las piernas al caminar. Ella se pone muy nerviosa, porque es la primera vez que la atracan, y nunca se imaginó que un atraco fuera una cosa tan sexual. El asaltante respira caliente en el aire quieto de agosto. Camina a grandes zancadas y la lleva casi en voladas, alejándola de los lugares habitados, evitando cruzarse con otras parejas. Se nota, ella percibe, el aire de posesión del cazador que ha atrapado a su presa. Es una posesión no únicamente del que quiere desvalijarte, sino del que pretende saquear tu intimidad porque se siente dueño de la situación, dueño del cuerpo que arrastra, vestido primorosamente, primorosamente rociado de perfume, peinado y aseado, nunca para este salteador de caminos que la roba, sino para compartir libertad en un mundo pretendidamente seguro. Ella se ha dado cuenta de que no puede huir, que está en su manos y que difícilmente se abrirá una vía de escape. El agresor parece conocer el terreno que pisa. La guía con fuerza y sin vacilación hacia delante, esquivando los lugares habitados y los paseantes que se cruzan con ellos a lo lejos, seguramente pensando que son una pareja de enamorados que busca un poco de intimidad. A ella le gustaría gritar, pero no se atreve. Pierde su última oportunidad antes de perderse camino abajo hacia el puente.

   Una vez al abrigo de todas las miradas, Arlindo sigue en su papel de duro y la golpea en la cara: “Dame el dinero”. Ella trata de huir pero la visión de las tijeras la atemoriza. El agresor la golpea y le quita tres mil pesetas. Por un momento ella quiere creer que eso es todo. Un robo escandaloso, amenazador, desproporcionado, pero su instinto no la ha mentido. El agresor no se va, sino que es ahora cuando parece que va a obtener lo que quiere. Es un ladrón, pero también es un violador. La tiró sobre un colchón que parecía estar preparado, tumbada sobre las ropas que le obliga a quitarse. Siempre con cuidado de que no le vea el rostro, evitando ser descubierto. El agresor la fuerza a darse la vuelta y por detrás  la usa, accediendo a su vagina con un pene semi-erecto que en seguida se vacía, despojándolo de sus aires amenazadores, dejándole por un momento indefenso como cuando era niño, quizá escuchando un soniquete del instituto, donde todos era crueles, en especial con un proyecto de violador como él, “Arlindo, relindo, requetelindo”. Despojado de su saña, por primera vez tembloroso, asustado, desenado estar a muchos kilómetros de allí, no permite que la mujer se vuelva. “No te muevas, zorra”. Quizá tiene miedo de que vea su pene capitidisminuido tras la eyaculación o el testiculo con el varicocele producto de una patada que le dieron cuando tenía diez años, o eso cuenta él. Pero lo peor de todo es que es un violador “más rápido que pepe leches”, con eyaculación precoz, por lo que todo es apuntar con las tijeras, darle la vuelta a la víctima y si se descuida ya se ha ido, con lo que debe darse prisa para introducir un miembro con media erección como media estocada, cruel y desinflada, ridícula sino fuera todo tan trágico, descargando un moco de semen que le hace retroceder, consciente del repliegue de su piel, el retroceso de su virilidad mal entendida, disminuyendo su presencia amenazadora porque ya no tiene con qué, aflojándose las piernas, sintiendo una violenta repugnancia por sus actos, rota la presión, vuelve el ahogo, la angustia, el mareo. El agresor decide huir, retirarse tras la última vergüenza, incapaz de darse cuenta de que acaba de cometer un acto que le deparará más de veinte años de pena. Ha cometido un delito contra la libertad sexual sólo comparable a un homicidio premeditado o a un asesinato. Secuestro y agresión sexual. Violación. No es la primera vez, ni la segunda. Lleva en ese momento decenas a la espalda. Ha logrado burlar a la policía desde 1988 cuando empezó sui escalada de violencia en Madrid. Es listo para lo suyo: roba como si lo necesitase. Cualquier cantidad. También joyas. Luego, casi siempre, abusa sexualmente. Desnuda a sus víctimas. Les mete mano bajo la ropa. Manosea sus pechos o sus ingles. Muy a menudo las penetra. Prefiere la vagina porque su media estocada no da para más, pero depende de la excitación, a veces agrede también el ano. Las golpea y las insulta. No se olvida de desvalijarlas. El hecho del robo es algo más que una mera acción de despiste: se queda con el oro y el dinero. Lo gasta en sus caprichos. El robo le marca más como delincuente que como posible enfermo. Afortunadamente, los transgresores de la ley no siempre están informados. A veces no logran distinguir qué es una prueba o cuál es el indicio que permitirá atraparlos. Eso les hace vulnerables, aunque el Violador de Pirámides sólo será descubierto por el coraje y el tesón de una mujer, su última víctima, la única que no se dejó impresionar. Pero ya llegaremos a eso. Antes recordar que Arlindo jugó al gato y al ratón con la policía durante casi una década.

    Arlindo regaba con su semen la escena del crimen. Se masturbaba encima de algunas de sus víctimas. A otras las penetraba manteniendo relaciones sexuales completas. La policía disponía de montañas de semen del violador pero no encontraba ADN para comparar. No tenían ADN indubitado. Es decir, faltaba el sospechoso que pudiera donarlo. Mientras, Arlindo cambiaba de imagen si suponía que andaban tras él. Cuando hicieron aquel retrato-robot que tanto se le parecía se hizo la permanente y cambió radicalmente su pelo, su cara. Una vez consiguió que nadie se fijara en él. No obstante, los investigadores sabían cuándo volvía a la tarea. Todas sus violaciones estaban perfectamente “firmadas”. Eran milimétricamente iguales. Chicas de entre  18 y 22 años, incluidas dos menores  y dos mujeres de más de 40 años, todas con un cierto aire a aquellas compañeras de su instituto de Valencia de Alcántara, Cáceres, que él dice que  le hirieron con sus burlas. Las chicas encontraban grandes su nariz y sus orejas. También muy gracioso su nombre, “Arlindo, relindo, requetelindo”, pero a él le quedaron muchas ganas de poseerlas sexualmente. Un reflejo repetido en cada una de sus víctimas que según los primeros momentos de pasmo y entrega, cuando fue detenido gracias a una carambola del destino, dijo que serían 140 las violadas, que luego se quedaron en 43, pero que podrían ser muchas más. Arlindo, relindo, abusaba y se marchaba, añadiendo una muesca más a su triste revólver y un borrón más a su memoria. El “modus operandi” era conocido: sorprendía a las mujeres por la espalda, armado con un objeto punzante –tijeras, navaja, alambre- a la salida de un portal o en un sitio público como las estaciones o los aparcamientos. De allí las trasladaba a un descampado, una casa en construcción, un paraje apartado y consumaba la violación. Se demoraba en los abusos. A veces duraban hasta una hora con el obligado “sprint” final, necesariamente corto, insatisfactorio, apresurado, como el coito del que se avergüenza de sus condiciones, el que abomina de su pene y de su testículo con vasconcelo.

El ridículo íntimo del violador no era sin embargo óbice para crear el miedo en la ciudad. Los barrios vecinos a Pirámidesm, las bocas de Metro y las estaciones, las paradas de autobús y los portales de las casas estaban llenas de mujeres temerosas. Mujeres que salían a la calle con miedo y que iban a trabajar sin sacudirse el temor a ser agredidas. La policía reforzaba las patrullas, la vigilancia en la zona, pero sin resultado. No imaginaban que pudiera tratarse de alguien tan bien situado, con trabajo y casa estable: es más, con casa propia, esposa e hija de seis años. Un vecino modelo en Fuenlabrada, un marido cariñoso y amable. Ni siquiera su mujer que tampoco había logrado tocarle el vasconcelo, siempre pudorosamente oculto por el violador, como si fuera la fuerza secreta de sus vicios, la puerta de la desesperación, el ahogo, la angustia de disfrutar una mujer tras otra, contra su voluntad, a escondidas, ni curarle la eyaculatio precox, ni mantenerle la erección el tiempo suficiente para unas relaciones normales, lo que le abismaban todavía más en su soledad de monstruo desconocido, había descubierto la bestia que se ocultaba en su bajo vientre, siempre necesitada de doncellas, ávida de aventuras, cada una con un castigo de veinte años.

   Arlindo volvía al hogar donde olvidaba la suciedad de su relación en el campo, bajo el puente, sobre la tierra, encima de la ropa de su víctima, ella con la cara cubierta por su camiseta para que no le viera, no pudiera identificarlo. Salía al trabajo donde pasaba horas cumpliendo con su deber, mostrando su cara amable y responsable. Pero nada más terminar, otra vez la hora de las violaciones. La búsqueda febril de una joven de carne prieta, tal vez un poco atrevida, quizá con el pelo suelto, al viento, la dentadura blanca, los brazos como molinos, aleteando y las piernas como arcos góticos formando una cueva que atraía su mirada como el túnel del tren, la puerta de la vida, el monte de Venus, siempre perplejo ante la bragueta de un pantalón femenino que no oculta tiburón, sino un territorio húmedo y desconocido. A la hora deseada, el violador salía del mono de trabajo, en plena forma, dispuesto a ensayar con el divertido juego de seguir a una joven, no a cualquiera, sino aquella del labio perlado de sudor, del pantalón ceñido, del ombligo al aire. Esa joven que tiene clara la mirada, probablemente virgen –se sabe que el violador se ha sentido conmovido ante la desesperación de una chica virgen y no la ha desgarrado, sino que se limitó a introducir sus dedos en la vagina-, pero en otros casos no le ha importado desgarrar el himen, desgarrarla con crueldad, porque actúa según le conviene, extendiendo el miedo entre las mujeres, este gran odiador de las mujeres, por mucho que parezca otra cosa. “No he desarrollado mi carácter y mi sexualidad como una persona normal. A mí me han gustado siempre mucho las chicas. He deseado decir a una mujer que me gusta, pero nunca me he atrevido a hacerlo”. En cambio daba rienda suelta a su timidez en los ascensores, donde sin traumas se abalanzaba sobre sus víctimas reduciéndolas, violentándolas entre dos pisos, transportándolas al último o al garaje donde se hacía con ellas. Un robo rápido, una violación sin contemplaciones, todo a la carrera, para huir robándole la humillación, el dinero y la felicidad. Normalmente a mujeres muy jóvenes, a las que les tapaba la cara con un jersey.

   La primera diversión era seguir a las mujeres. Luego a unas las violaba y a otras no. Pero las seguía como primera parte de un pasatiempo fatal. Sus víctimas eran siempre candidatas a  la última prueba. Si resultaba elegidas o no dependía de muchas cosas. Principalmente de su estado de humor. “Seguir a mujeres es una constante en mi vida. Es una adicción, como quien se engancha a una máquina recreativa”. Se refiere Arlindo a las máquina tragaperras o tal vez a las pin-ball. Pero en cualquier caso muestra una vez más su desprecio por la mujer como individuo plenipotenciario de su ser, tampoco siente ninguna conmoción al descubrirla como compañera. Por cierto que su relación matrimonial es atípica porque procura no volcarse en ella, ni confesar sus íntimas frustraciones: ni siquiera expresa su deseo de operarse del testículo defectuoso impidiendo a su esposa que lo acaricie, si alguna vez se pone a tiro en sus ratos de amor fingido. Es muy probable que ni siquiera haya aprendido, pero esto sí por falta de tiempo y dedicación, y no por malos sentimientos, a respetar a la mujer en sus hijas, lección que le demostraría de una vez que deben ser tratadas como personas y no como productos deshechables que después de utilizar, se tiran.

   “Cuando seguía a las chicas en el Metro no podía controlarme. Mi obsesión en Madrid ha sido seguir a las chicas en la calle, en el Metro... Así empezó todo. No podía dejar de buscarlas, de seguirlas. Empezaba a sentir... no sé si atracción, algo. Iba en el coche y empezaba a sentirme  tenso y no podía dejar de buscarlas y seguirlas. Mi deseo no era hacerles daño, ni violar... Aquello era un agobio demasiado grande. Me sentía mal, pero me venía... y no podía controlarme, hasta que lo hacía no me desahogaba. Masturbarme me tranquilizaba”. Arlindo es un onanista desde su más tierna infancia. En determinados periodos se masturba cinco veces al día, más como una gimnasia sexual que como una forma de apagar las pasiones. Antes de marcharse al servicio militar conoce a la que será su sufrida esposa de quien se enamora pero de creerle, sin apenas sexo. “Me casé con ella porque la quería mucho, pero no por atracción sexual”. Según lo psicólogos que le analizaron encontró en la esposa el sustituto de la figura materna, la protección necesaria, pero en ningún caso el apagafuegos de su entrepierna. Tal vez porque de una forma consciente divide el territorio de caza de la cueva para descansar. Arlindo relindo es en casa el amo que encuentra la mujer perfecta para deponer su actitud de acecho y derribo. En su casa, Arlindo puede simular que es un padre de familia más con una vida dedicada al trabajo y a la familia. Lo finge tan bien que tiene a la esposa engañada. Cuando sea descubierto, ella será su primera víctima.

   Su afición al teléfono viene igualmente de lejos. Ya en su pueblo lo hacía de vez en cuando. Descolgar, tapar el auricular con un pañuelo y marcar a una chica elegida previamente. Nunca al azar. Si se pone, le dice cosas obscenas del tipo te voy a comer, prepárate que estoy muy excitado. Palabras que son insultos y provocación. Que provocan efectos restallantes como un látigo. “Les decía cosas obscenas y me masturbaba”. Ellas tardaban en reaccionar. Las podía llamar putas que no colgaban en seguida. Es natural, nadie da crédito al principio. Descuelgas y “zorra, ven aquí que te voy a chupar...” ó “Hija de puta, prepárate que me vas  a hacer un espumoso”. En su pueblo, Arlindo las observaba al día siguiente o después cuando se las topaba por la calle. En Madrid, a veces tenía la posibilidad de topárselas y otras no. Pero era más divertido. En Madrid las chicas eran más respondonas: “Oiga, cuelgue, so guarro”. En Valencia de Alcántara se quedaban lelas. No estaban acostumbradas. Arlindo les decía obscenidades fuertes con mucha prosopopeya. En Madrid lo hacía de casado y con su primera hija. Al preguntarle los psiquiatras sobre el contenido de sus llamadas furtivas se mostró incapaz de repetir la obscenidades que dice por teléfono. Es más presenta una reacción espectacular: “se sofoca, se altera, suda y llora tapándose la cara con las manos”.

     Hablar de la vida sexual de Arlindo le provoca al interesado una alteración nerviosa por la que se muestra inquieto. En cuanto tiene oportunidad poner de relieve su deformidad en uno de los testículos, por una patada que le dio otro chico a los diez años, y confiesa que desde siempre sufre de erección incompleta y de eyaculación precoz.

   Las víctimas coinciden en destacar que su agresor era un hombre de nariz pronunciada que las abordaba, las amenazaba con un objeto punzante y las llevaba a un lugar apartado donde les quitaba la cartera y las violaba. De muchos de estos actos hay constancia que fueron con el mantenimiento de relaciones plenas de resultas del cual dejó muestras de semen en sus víctimas que han servido para comprobar la veracidad de los hechos. En otros casos, los menos sólo hubo tocamientos y en otros obligó a las mujeres a mantener sexo oral. Arlindo es un sexoadicto exquisito al que le gusta cambiar de pareja aunque ella no quiera; o preferentemente si ella no quiere. Algunas de sus acciones parecen planificadas de la A a la Z como sucede con las violaciones que terminan en un colchón  que aparece como por casualidad debajo del puente que elige para aliviarse. Ese detalle los señala como alguien previsor que estudia el terreno antes de actuar. De la misma forma, al difundirse el retrato-robot que lo muestra como un individuo de mandíbula fuerte pero picuda, orejas grandes, nariz sobresaliente, pelo oscuro sobre la frente, es decir le saca un gran parecido, el agresor cambia su aspecto cortándose el pelo, dejándose barba y bigote y lo mejor de todo, durante un tiempo interrumpe las agresiones para evitar que le sorprendan en sus fechorías. Tal vez por  sí sólo estos detalles nos muestran a un individuo capaz de dominar sus impulsos sexuales, que en teoría gobiernan su mente y su vida, simplemente ante el miedo a ser capturado. No es casualidad que logre escapar durante casi una década en la que múltiples mujeres le sufren sin poderlo evitar. Muchas de ellas, aterrorizadas, deciden guardar silencio. No pasar por la vergüenza de denunciar, tener que repetir la historia y revivirla, del individuo siniestro que las secuestró, las robó y las engañó.

   En ocasiones se hacía pasar por drogadicto y las amenazaba con una jeringuilla, tal vez con sangre contaminada en la aguja. Les contaba un cuento como un estafador para robarles como un salteador de caminos y asaltarlas como un monstruo sexual. El que pasará a la historia como uno de los mayores agresores sexuales de la historia no puede justificar su actuación. Rechaza que le traten de loco. No acepta en ningún caso que todo se deba  a una malformación mental o una deformación patológica. Y en eso parece tener razón: psicólogos y psiquiatras que le han examinado coinciden en que no está loco. Su propio comportamiento también le delata. Alguien incapaz de organizarse, de planificar, habría caído en manos de la policía mucho antes.

   Entonces, recurre a la memoria selectiva. Perseguía a las chicas, no a todas, a una clase de chicas, aprovechando el bullicio de Madrid. Era incapaz de evitarlo. Me “pone” perseguir jóvenes. Sin embargo no sé por qué lo hago. Ni para qué. Tampoco sé como acaban esas batidas, donde termina la persecución. Parece decir muchas cosas con su silencio pero en realidad sólo hace uso de su derecho a no declarar en su contra. Si le preguntan los médicos se muestra irritable y desconfiado. Saca la antigua historia de su niñez, triste y pobre de niño sin posibles, con un padre alcohólico, refugiados del hambre en una cortijada de Extremadura. “Yo he vivido en una cabaña. ¿Usted sabe lo que es vivir en una cabaña? Nací en el campo, en Portugal y mi padre era un alcohólico que maltrataba a todos. Yo tenía mucho miedo, ¿entiende?, y me escondía”. Una declamación digna de un pequeño teatro. Voces para espantar el interrogatorio, el trabajo riguroso de los peritos que quieren establecer la imputabilidad. ¿Es este hombre imputable de lo que hace? Es un agresor sexual en serie, un planificador de ataques a mujeres que lleva extremo cuidado con que no se queden con su cara, con el fin de que no le reconozcan en las fotos policiales o en las ruedas de preso, si llegara el caso. Por otro lado sabe que eso es imposible porque no tiene antecedentes policiales ni judiciales. Roba y viola pero no ha sido detenido nunca. Los policías ni siquiera imaginan que se trata de un “respetable” padre de familia con horario, sueldo fijo, mujer e hijos. No pueden relacionar al hombre con una existencia normal y al monstruo sexual que llena sus archivos de denuncias, que mete miedo en las calles, que semanas y meses después de cada violación, obedeciendo a un “tempo” interior a una necesidad biológica, a un impulso de su carácter, dígamelo usted, vuelve una y otra vez a asaltar mujeres, pulverizando records, convirtiéndose en el gran peligro, el fantasma de las calles, imposible de descubrir ni de detectar. Toda la policía de la ciudad andaba tras sus pasos. Ya no era sólo “El violador de Pirámides” aunque pasaría a la historia con este título, sino que extendió sus tentáculos a otros barrios e incluso a pueblos de la periferia. Nadie que estuviera enfermo habría podido planificar esa estrategia. A Arlindo le gustaba lo que hacía. Se aprovechaba de mujeres atractivas sin dar nada a cambio y mientras no le descubrieran podría elegir libremente, a costa de producir un sufrimiento que le importaba un pepino. Incapaz de ponerse en el papel de otros ni de sentir la desgracia de las víctimas. Su infancia quedaba tan lejos que difícilmente podría ser responsable de estos pasos de adulto, descarriados, pero siempre en la misma dirección. Sexualmente muy activo por un resorte cultural, cerebral, no por estímulos físicos, sino culturales que domina a voluntad, se expresaba en la calle con extraños antes que con su mujer a quien prefería en el papel de madre, haciéndose la ilusión de que podría sostener su doble vida. Una vida doble de la que era consciente en todo momento con el añadido de creerse insuperable. Invulnerable, superhombre. Capaz de engañar eternamente a sus perseguidores. Pero se equivocaba.

   El varicocele, la deformación del testículo, no provoca una especial actividad sexual y en todo caso puede provocar alguna risa nerviosa en un vestuario de caballeros puesto que desarrolla enormemente el testículo poniéndolo del tamaño de una patata. Luego a aquella patada de su infancia es difícil echarle la culpa de nada; en todo caso sería preciso luchar contra la deformación porque debería provocarle un temor tal a exhibirlo que le hiciera insufrible violar a nadie. Y sin embargo pasa por encima sin que le impida nada. Sobre la eyaculación precoz y las dificultades de erección jamás visitó a un médico y con su esposa tuvo relaciones plenas que derivaron en dos embarazos. Es decir, en los límites de la normalidad.

Los impedimentos, limitaciones, fabulaciones de la infancia resulta que salen a la luz para justificar un comportamiento inexplicable. Arlindo Luis tenía cartel en su trabajo de hombre que no perdía la cabeza por unas faldas. Su comportamiento, siempre contenido, le hacía despreciar cualquier broma o alusión al sexo, excepto con quienes consideraba de su completa confianza a los que dejaban entrar en su verdadera naturaleza: un mundo sombrío poblado de obsesión por las mujeres.

Los psiquiatras le descubren una “sexualidad primitiva e infantilizada, cargada de temor ante la figura femenina, lo que le produce un peculiar cuadro de castración”. Todo lo cual no le perjudica a la hora de sentir la tensión, el ahogo que le hace desviarse con el coche, elegir un arma puntiaguda, a veces hasta su propio bolígrafo y aprovechar el rato antes de recoger a su esposa, el momento antes de pasar a por su hija o los minutos después de salir del trabajo para acercarse por detrás a una joven guapa, confiada que acaba de bajarse del cercanías o del Metro o que se dirige a su coche o que pasea para apartarla de su camino y llevarla a su terreno, siempre amenazada de muerte, insultada, rebajada, humillada. Porque Arlindo busca ante todo la prepontencia, la propiedad de la mujer siquiera sea por unos minutos, donde ella no sea más allá que la hembra en el campo, al servicio del macho hasta que se sacie.

   En su relación tortuosa con sus víctimas, Arlindo las hace confiarse, las aplaca con la intención de que no se sientan desesperadas, con todo perdido. Les habla de que sólo se interesa por el dinero o el oro que portan. Eso le da un respiro de unos minutos, suficientes para apartarlas de lugares donde podrían defenderse a gritos o escapar tras un forcejeo sino anda listo con los instrumentos punzantes. Además en ocasiones las hace objeto de un “cuento largo”.Les explica una situación límite en la que tiene que robar para subsistir. Con ello logra desviar la atención del verdadero propósito que no es otro que el asalto sexual. La mujer aterrorizada y confundida queda en manos del violador hasta que revela sus deseos, donde se muestra hábil y ligero en la obtención de su placer. Logra en pocos segundos desprenderlas de las medias, el body, las perneras del pantalón, la braga o el sujetador. En muy poco tiempo las desnuda, las coloca en la postura que  prefiere, abusa de ellas y las abandona, todavía bajo la impresión de las amenazas, atontadas e incapaces de reaccionar ante el violador que huye.

   El mayor agresor sexual en serie es capaz de olvidar todo este aparato de precisión y ritual esgrimido cien veces, borrando de su memoria los hechos más penosos como si nada. “He podido seguir a mujeres en la calles, pero no tengo  conciencia de haber violado a ninguna, no lo recuerdo”. No recuerda en absoluto y así se lo haría saber al tribunal haber abordado a una chica con una tijeras en Méndez Álvaro. Ni mucho menos haberla conducido debajo del puente y haberla violado. Por el contrario todo aparenta ser un  complot policial. “Cuando fue detenido, diría, la policía me presionó para que me declarar culpable. A cambio me prometieron dejarme ir al parto de mi mujer, que acababa de salir de cuentas (de su segunda hija)”. No contento con ello, Arlindo, razona: “Yo no pude cometer esa violación. Ese día estaba en las fiestas de mi pueblo y hubo gente que me vio”. No obstante fue incapaz de llevar ningún testigo que pudiera corroborar esa afirmación hecha de forma suficiente, chulesca y engreída ante el tribunal. Tal vez subrayada mínimamente por la incapacidad de la mujer violada para reconocerle como su agresor. Seguramente le vio la cara, pero ella sí, no lo recordaba. O fue incapaz de levantar la víctima, amenazada con las tijeras. Sin embargo no hacía falta que la víctima reconociera al violador. Bastaba con unaprueba objetiva, exacta como pocas. Del semen que olvidó en su víctima pudo ser extraído el ADN que comparado con una muestra del suyo resultó ser idéntico. Esto es que Arlindo relindo requetelindo era el autor de la violación sin trampa ni cartón.

    Lo anterior prueba que los grandes violadores son con frecuencia grandes embusteros. Su abogado de aquel momento, Miguel Ángel Cocero, trató de defenderle con toda pasión. Pidió la absolución por falta de pruebas y se atrevió contra la prueba del ADN de la que dijo que la bióloga que había peritado el trabajo había dicho que existían 230.000 posibilidades de que el semen fuera de Arlindo, pero según él  se había callado que existían “14 millones de posibilidades de que no lo fuera”. El tribunal consideró suficiente la prueba y “El violador de Pirámides” perdió su primer juicio por goleada. Había tardado en caer pero ahora era imparable como una fruta madura.

   Hombre frío al fin, Arlindo, una vez pasado el momento de la detención volvió a recuperarse y ser dueño de sí mismo. Fue entonces cuando volvió el olvido. Primero recordó de pronto que habría atacado a 140 ó 150 mujeres entre 1988 y 1996, pero en cuanto se vio encerrado en la prisión donde después de un rechazo inicial, acabarían por visitarle sus familiares, su esposa, la dos hijas, de la segunda estaba embarazada cuando descubrió con estupor que su marido era el Violador de Pirámides y su suegra, quien todavía no da crédito a lo que pasó, tan engañada la tenía con su apariencia de yerno que no ha roto un plato en su vida. En su celda inició una huelga de hambre para que operen su testículo y además que le pongan en tratamiento psiquiátrico, todo esto antes de que iniciara el macrojuicio por el que le juzgarían imputado de 43 violaciones en la Audiencia de Madrid. Hombre cauto, prevenido, calculador creó una atmósfera de piedad al enfermo que no podía competir con el daño causado, abrumador. No obstante aunque la estrategia era notable resultó insuficiente. La operación de sus genitales no era urgente, al menos no por el motivo que él exhibía, el tratamiento psiquiátrico poco podía añadir a un hombre declarado “no loco” por los médicos. Faltaba sólo juzgar a un delincuente reiterado, inteligente, preparado, dispuesto en cualquier momento a borrar su huellas y negar los actos de los que se le acusa.

   Los psicólogos y psiquiatras que le examinaron encontraron a Arlindo Luis Carbalho Cordero con una aguda depresión por estar encarcelado pero en absoluto perturbado por una enfermedad incurable que le hubiera inclinado a perseguir mujeres. Arlindo es imputable. Es decir, responsable de sus actos. Perfectamente consciente de lo que hacía, responsable del dolor, el gran caudal de dolor causado. Su abogado dijo que en su infancia las mujeres despertaban miedo en Arlindo, pero sin explicar por qué. La pobre argucia de señlar a las compañera de ionstituto como causantes de un trauma por reírse de los defectos del imputado, orejas y nariz grandes, o saludarle con el remoquete “Arlindo, relindo” se demuestra inconsecuente. La forma e actuar e Arlindor no revela miedo a las mujeres, ni siquiera odio, sino más bien desprecio. “Zorra, desnúdate”. Objeto de sus caricias obscenas, de su dedicación voluptuosa durante la excitación sexual y de sus exabruptos una vez consumado el acto, violada o maltratada sexualmente por vejaciones o tocamientos. Llega entonces en muchos de los casos el torrente de insultos, la verdadera razón del secuestro sexual: la dominación. No tanto lo que haces sino cómo lo haces. Bajo mis órdenes, a mi servicio. Toda tú estás a mi disposición y eres mi esclava. Una cosa despersonalizada; una persona cosificada. Puedo golpearte, insultarte, porque soy tu dueño. Y eso me da placer. Es algo muy cercano al placer sexual. Produce una nueva eyaculación. El poder es superior al goce. Arlindo habría querido acercarse a una chica y decirle que le gustaba, pero no se atrevía porque siempre se sentía el niño apaleado salido de una cabaña en el campo. Ni siquiera estaba seguro de estar lo suficientemente limpio. Siempre que podía se lavaba en una fuente pública o acarreaba agua a la cabaña que no tenía agua corriente. No quería oler mal. Era un chico acomplejado que creía tener las orejas y la nariz más grandes del planeta. Un chico con complejo de inferioridad tal que sentía la necesidad de desquitarse haciendo suyas a todas las mujeres.

 

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